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sábado, 19 de enero de 2008

Casa rural (Parte I)

A Moisés, que me lo contó

El muchacho andaluz despierta sobre su mullidita y amplia cama de muelles y paja. Estira hacia atrás la cabeza y ve el crucifijo; se santigua hasta en tres ocasiones y reza la oración matutina. Padrenuestro que estás en los cielos… Luego, sin cambiarse el pijama y descalzo, baja corriendo las frías escaleras del caserón hasta el patio; rodea el pozo de piedra y empuja alegre la cubeta de hojalata que pende de un cordón de esparto. Estira los brazos como imitando el planeo de un hermoso ave africano; el muchacho, de nombre Ricardo, es feliz. Inmensamente feliz.

El sol brilla con intensidad en esta mañana de sábado.

Ricardo entra en la cocina, donde su madre preparara en un enorme puchero la comida del mediodía:

—¡Buenos días, madre!

—Buenos días, hijo. ¿Has pasado buena noche? —cuidando de no cortarse mientras pela un tomate.

—Sí, madre, fue una estupenda noche de primavera. ¿Escuchaste el cantar de los mirlos?

El muchacho, de nombre Ricardo, se sienta en una mesa de madera gruesa y se llena un tazón grande de leche que llena con picatostes de pan.

De pronto, siente unos irrefrenables deseos de saber qué ocurre en ahí fuera.

Descorre el visillo de la cocina…

¡Chan, chan!

Afuera, en ese preciso instante, la calle es atravesada por un buey que arrastra un carro lleno de paja; sobre el mismo, un gallo se muestra ufano.

El gallo canta, canta una copla. ¡Os lo juro, muchachos!, el gallo va y gorjea. Así, sin más. Catapún; sin comerlo ni beberlo. Va y hace: «po, po, po, po, po…», pero con un tono mucho más agudo y una velocidad inimitable por el ser humano.

Al muchacho le espanta la imagen.

Vuelve a dejar las cortinas en su sitio y esta vez fija su mirada hacia la cocina, revestida por completo de madera. Concretamente observa el calendario, un calendario zaragozano que reza en su portada «dos mil ocho».

—Madre —con aires distraídos—, ¿podría pasarme usted el papel y la pluma?

Así que Ricardo, mientras con energía y de manera ruidosa sorbe su tazón de leche caliente con picatostes y azúcar, tal como si de un recio jornalero se tratase, se dispone a ejecutar unos versillos de arte menor. Poca cosa para lo que es su talento. Los versos van saliendo solos y con ilación. Riman en consonante de la siguiente forma: a / b / b / a // a / b / b / a // c / a / c // c / a / c.

El muchacho pone las manos bajo el hule a fin de calentarse con el brasero de picón.

En la cocina huele a matanza.

¿Se lo imaginan, no?

Bueno, pues transcurre un breve periodo de tiempo en el cual el cartero deposita la correspondencia en el buzón familiar, una correspondencia redactada por parientes más o menos desconocidos desde Alemania o Suiza. De alguna ciudad impronunciable al norte de los Pirineos.

Y de repente…

—Madre, madre, ¿a que no sabe qué?

—¿Qué, hijo?

—Le he escrito un soneto. Deje que se lo lea.

Ricardo declama alto y claro.

—¡Ay, mi muchacho! —y la oronda madre, de nombre Beatriz, deja el tomate y el cuchillo en la pila y se dirige a abrazar a Ricardo—, ¡mi muchacho!, ¡el más listo del pueblo!

Ricardo se regodea en su orgullo, aun con la mejilla espachurrada a causa de los besos repetidos de su madre.

—Y dime, hijo —con picardía, entornando los ojos—, ¿has pensado ya en el casamiento…?

—Yo… er… bueno…

La seguridad de Ricardo decae.

—Alguna moza habrá por ahí, alguna…

Nuevamente, la escena es interrumpida. Alguien golpea el llamador.

—Aguárdame un segundo, Ricardo. Deben ser viajeros.

Beatriz sale de la cocina, no sin antes dejar sobre la mesa el delantal, pasa por delante del pozo de piedra y abre el portón que da a la calle; una calle sin asfaltar.

—Teníamos una reserva —dice una joven a la que le caen los cabellos rubios por los hombros y que sostiene contra su estómago el casco de una moto.

Beatriz contiene la respiración.

—¿A nombre de…

—Alicia —con determinación—, a nombre de Alicia.

—¿Y este caballero… —y Beatriz lanza una mirada de desconfianza a su acompañante.

—Viene conmigo…

—Ibrahím, encantado —el moro le extiende la mano.

Después lo típico; Beatriz les enseña las habitaciones y los baños (en un edificio contiguo a la casa donde la madre oronda habita con su marido y su docena de hijos), les recuerda horarios y les habla de sitios de interés turístico en la comarca.

Beatriz sale aterrada de la casa a contarle a Ricardo lo que ha visto.

—¡Un moro! —con voz queda—. ¡Un moro y una muchachita rubia bien mona!

—Como lo vea el cura… —mientras Ricardo se persigna primero, y agita la mano derecha tontamente después.

3 comentarios:

ETDN dijo...

¡Un moro con una rubia!
¡HORROR!
Y encima en moto...

Gran relato. ¿Continuará?...

salu2

ETDN

Ibrahim B. dijo...

Gracias, ETDN; el relato continuará, seguro que sí ;)

Saludos

Jordi Roldán dijo...

Esperando estamos la segunda entrega...