En Boro Boro, donde las Budweiser cuestan solo…
«Two bucks, Sir!»
Uno. Observamos cómo Jason Albert, al fin, da por concluido su periplo a lo largo del continente europeo. Acaba de atar con un candado su bicicleta a una farola junto al McDonald’s de Boro Boro, anexo a la estación de tren y un hipermercado, y se dispone a zamparse una hamburguesa en un restaurante completamente vacío.
—Yo nunca regreso a los lugares por los que ya he vivido —diría Jason Albert algunos años atrás.
En efecto, el crítico sostiene que este viaje en solitario habría tenido mucho menos sentido si su meta última no fuese Boro Boro, ciudad fantasma donde acabara el bachillerato y, hasta cierto punto y por extensión, pusiera final a su etapa como adolescente.
«Esta mierda sabe muy rica», se le ocurre, mientras mastica el cuarto de libra.
Vuelve a echar cuentas: la escritura de este texto debería reportarle beneficios para sobrevivir durante al menos seis o siete meses. Tiene dos semanas para transformar sus apuntes en algo cohesionado y concluirlo.
Aquí las cosas no parecen haber cambiado lo más mínimo. O tal vez sea, piensa, la distancia que lo salva del líder de su clase y adolescente procaz lo que le hace mirar alrededor con los ojos entornados (suspicaz): Continúa esa arquitectura periférica de casas bajas subvencionadas por la Administración y jardines abandonados a su suerte, junto a bloques de hormigón pintados de graffiti en sus altos —¿Quién tiene la llave maestra para violar, una por una, las azoteas de esta ciudad?—, rejas carcelarias que protegen los bajos y cuerdas de tender exhibidas al gran público.
«Esto es el p*** extrarradio!»
Ítem más: Carreras de automóviles que compiten entre sí por el esputo más verde: hiphop versus techno, gimnasios instalados sobre naves en polígonos industriales, autobuses urbanos iluminados en verde como naves espaciales, y los mayores, claro, en el parque.
«To’ el día en la calle.»
¿Y los vecinos —se pregunta Albert—, cómo es posible que sean capaces de conversar durante toda la noche?
—A mí una hora de conversación me cuesta cinco de lectura —murmura en voz alta ante las miradas alucinadas de los empleados del restaurante.
Acto seguido: Era de prever – ley de Murphy.
Atolondrado con la visión exquisita que le ofrece el escaparate, Jason se distrae investigando los comportamientos de esos chavales-banlieue que rompen —a base de golpes de cepo, emulando un gesto primitivo; rupestre, diríase— los candados que protegen los carros de la compra en el centro comercial, y luego juegan con ellos chocándose entre sí bajo la luz de las farolas anaranjadas, sin ninguna autoridad policial que llame su atención. Eso, hasta que pasa por delante de sus narices, con un par de bolsas colgando de cada mano, Tom Kurtz.
Jason Albert y él se miran sorprendidos. Kurtz irrumpe en el local y toma asiento.
De un Imbiss en cualquier calle de Frankfurt am Main a un fumadero de haschisch allá en el desierto turco. De un hostal al saco de dormir en las playas atlánticas. De las conversaciones con chavales que practican parkour sentados con los pies colgando a treinta metros del suelo en un edificio en obras a las afueras de Glasgow, a los turistas afanados en conseguir el mejor ángulo que ese parque temático llamado Auschwitz ofrece. Del tren a la bicicleta en los márgenes de una autopista. De la nostalgia a lo inconmovible. Del madrugón en una pensión de Siena a las borracheras en Eslovaquia y los intercambios monetarios con sus mujeres. De las comidas en la barra de un café en gasolineras suizas al hambre y la locura en Dinamarca.
Tom Kurtz siente un poco de congoja mientras Jason Albert le resume su viaje, aderezándolo con componentes netamente ficcionales; a fin de cuentas, después de esta noche no lo volverá a ver, así que qué más da lo que oiga.
—¿Sabes una cosa? —dice Jason Albert, impasible—. Cenar en un McDonald’s durante trescientos sesenta y pico días al año, en líneas generales, está considerado un acto de mal gusto o apuesta rotunda por la disneyzación del planeta a la que asistimos; hacerlo, en cambio, un día como este, es una subversión en toda regla a los valores que el catolicismo promulga.
A Kurtz le hace gracia lo que para él es una impostura y para el crítico un manifiesto de intenciones:
—Estás loco —dice Kurtz, entre risas, mirando a su pesar la esfera del reloj.
Albert cree que nadie de su promoción llegó tan lejos como él —no se le malinterprete—: ¡Es escritor!, caramba. Cronista de viajes.
Ahora bien, ¿por qué en esta pequeña ciudad se siente tan desprotegido? ¿Qué valen aquí sus títulos; su obra?
¿Su ego? Un punching de boxeo.
Jason Albert se fogueó con Tom Kurtz en el ejercicio del periodismo mientras todavía estudiaba – escribiendo artículos para el periódico local de Boro Boro. Con él aprendió que antes de meterle la lengua bien adentro en el trasero de cualquier figura política, prefiere hacérselo a la aerolínea de turno. Es más sano para el paladar.
Al grano:
—Por casualidad, ¿no sabrás nada de Linda?
—Está en la facultad de Químicas, impartiendo clases de doctorado —responde Kurtz.
¡Mierda! ¡Joder! Resulta que Jason Albert no ha sido el que más lejos ha llegado de su generación: También está Linda.
—¿Tiene novio? ¿Se casó? —trata de quitar hierro al asunto atacando el helado con nueces.
—Y formó una familia con un tal Ben Wiggins.
En esta ciudad se sabe todo de todos.
—¡La leche! —exclama Albert.
—No irás a decirme que todavía sigues acordándote de ella…
—¿Y tú?, ¿no tendrás prisa, no?
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