Dice Zygmunt Bauman en Vida líquida: «Pregunten a quien quieran lo que significa ser un individuo y la respuesta que obtendrán —tanto si viene de boca de un filósofo como de una persona a la que nunca le haya importado (y ni siquiera haya oído) cómo se ganan la vida los filósofos— será bastante similar: ser un individuo significa ser diferente a todos los demás»; idea que, a su vez, me lleva a replantear el pensamiento crítico, tristemente vinculado aún con la herencia de Frankfurt. Admitámoslo: la dinámica intelectual funciona como un juego de matrioskas, recreado este a título personal en función de la posición que cada cual ocupe en el mapa social, y en donde esa tendencia inmanente del sujeto a pensar distinto y rebelarse contra el establishment del momento debería hacer significar cosas diferentes al concepto de crítico. Verbigracia, crítico es Gilles Lipovetsky cuando a principios de los ochenta se arroja a contracorriente del lobby que entonces constituían las escuelas de la sospecha (Bertrand Richard dixit), del mismo modo que Alessandro Baricco hace saltar algún que otro marcapasos cuando abiertamente denuesta de clisés tipo «1) la gente ya no lee; 2) quien hace libros, sólo piensa en el beneficio y lo obtiene» (Los bárbaros); o Eloy Fernández Porta —consciente o no— aplasta en Homo Sampler a un Terry Eagleton con muy poco sentido del humor; ese mismo crítico de reflejos marxistas para el cual «Los estudiantes de clase media y habla serena se amontonan obedientemente en las bibliotecas para trabajar sobre temas sensacionalistas como el vampirismo o el arte de sacarse los ojos, los cyborgs o las películas pornográficas» (Después de la teoría), con todo el riesgo —de cara a mantener alerta las defensas frente a posibles ardides del mercado— que eso supone: sospechar que quienes están detrás de las producciones pop son seres intelectualmente lisiados.
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