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domingo, 28 de diciembre de 2008

(Herbert Marcuse - Moisés Naím)

Salgan ahí fuera y digan que el paso del capitalismo de producción al de consumo post1945, y del consumo de elite a lo low cost [extraña coyuntura esta, en donde iPods se venden a precio de saldo, y productos de primera necesidad, al fin, hacen justicia a su nombre: «The consumption patterns that an American, French, or Swedish family took for granted will inevitably become more expensive. Some, like driving your car anywhere at any time, may even become prohibitively so. That may not be all bad. It may mean that the price of some resources, like water or oil, may more accurately reflect its true costs.» —Moisés Naím, Foreign Policy, iii-08], constituyen puntos de inflexión casi-casi a la altura de perestroikas (¡!), al tiempo que ofrecen exégesis a ese fin de las utopías del que un lucidísimo Marcuse hablaba en 1967, digamos, como si de una consecuencia lógica del fracaso de aquello que se pretendía derrocar se tratara; i.e., «las nuevas posibilidades de una sociedad humana y de su mundo circundante no son ya imaginables como continuación de las viejas, no se pueden representar en el mismo continuo histórico, sino que presuponen una ruptura precisamente con el continuo histórico, presuponen la diferencia cualitativa entre una sociedad libre y las actuales no-libres, la diferencia que, según Marx, hace de toda la historia transcurrida la prehistoria de la humanidad» (Herbert Marcuse, El final de la utopía), «The middle class in poor countries is the fastest-growing segment of the world’s population […] Homi Kharas, a researcher at the Brookings Institution, estimates that by 2020 the world’s middle class will grow to include a staggering 52 percent of the global population, up from 30 percent now.» (M. N., Ibíd.): les cortarán las pelotas.

Herbert Marcuse - El Final de La Utopia

viernes, 26 de diciembre de 2008

La Revolución, como el bridge, en un cenáculo inglés

(Algunos aspectos desalentadores sobre lo lumpen posmoderno: El bazar, la banlieue, el sistema piramidal)

Cero. lumpemproletariado [actualizado a su versión postindustrial]. (Del al. Lumpenproletariat). 1. m. Capa social más baja y sin conciencia de clase.

Uno. Hubo un tiempo en que leí, mes a mes, con declarado fervor religioso, publicaciones tipo Le Monde Diplomatique. Por aquel entonces escribía enormes reportajes en periódicos locales sobre el comercio justo, así como pequeños artículos de opinión sobre el proceso de globalización (soflamas pro-Ramonet incluidas); también tenía un buen amigo marroquí, el cual regentaba un bazar y me introdujo a algunos aspectos de la cultura en el Magreb. Solía preguntarme con amarga ironía si los productos que dispensaba en su establecimiento cumplían las reglas de ese Fair Trade que yo tanto apologizaba, a fin de evitar para su lugar de origen las más nefandas consecuencias que trae el desplazamiento libre de capitales. Imagínense: un inmigrante vende aquí productos textiles manufacturados por su familia en Marruecos o China en condiciones penosas. (¡!)

Dos. Baudrillard, en su célebre artículo titulado Nique ta mère, ya anunció que la quema de containers, guarderías o vehículos en la banlieue es en parte deseo expreso por participar en algo grande. Lectores francófonos, aquí lo tienen: «La culture occidentale ne se maintient que du désir du reste du monde d’y accéder. Quand apparaît le moindre signe de refus, le moindre retrait de désir, non seulement elle perd toute supériorité, mais elle perd toute séduction à ses propres yeux. Or, c’est précisément tout ce qu’elle a à offrir de “mieux”, les voitures, les écoles, les centres commerciaux, qui sont incendiés et mis à sac. Les maternelles ! Justement tout ce par quoi on aimerait les intégrer, les materner !… “Nique ta mère”, c’est au fond leur slogan. Et plus on tentera de les materner, plus ils niqueront leur mère. Nous ferions bien de revoir notre psychologie humanitaire.»

Tres. Recogido en el interesante dossier que El País Negocios publicaba el pasado domingo 21 a propósito del caso Madoff, el periodista Miguel Ángel García Vega recordaba que bajo el sistema piramidal de estafa late la idea misma a la que Baudrillard apela: «En el fondo subyace el deseo de engañar y aprovecharse de quienes tienen una escasa formación financiera. Y, por el lado del inversor, pervive la búsqueda de ganancias por encima de las que ofrece el sistema financiero regulado. Una versión revisitada del celebérrimo timo de la estampita. Aunque también existe un punto intermedio: aquellos que ven en estas pirámides un camino para vivir un poco mejor, o tal vez, simplemente vivir. Un hecho que explica por qué Colombia, Venezuela, Bolivia, Rumania o Albania han sufrido con gran dureza estas estafas. Pues, quizá, como decía Bob Dylan: “Cuando no tienes nada, nada tienes que perder”. Es ese tipo de personas que piensa “que sin entrar en un sistema como éste nunca, ni él ni su familia, saldría adelante económicamente”, analiza el psicólogo clínico Enrique García Huete.»

Repensar lo 'crítico'

Dice Zygmunt Bauman en Vida líquida: «Pregunten a quien quieran lo que significa ser un individuo y la respuesta que obtendrán —tanto si viene de boca de un filósofo como de una persona a la que nunca le haya importado (y ni siquiera haya oído) cómo se ganan la vida los filósofos— será bastante similar: ser un individuo significa ser diferente a todos los demás»; idea que, a su vez, me lleva a replantear el pensamiento crítico, tristemente vinculado aún con la herencia de Frankfurt. Admitámoslo: la dinámica intelectual funciona como un juego de matrioskas, recreado este a título personal en función de la posición que cada cual ocupe en el mapa social, y en donde esa tendencia inmanente del sujeto a pensar distinto y rebelarse contra el establishment del momento debería hacer significar cosas diferentes al concepto de crítico. Verbigracia, crítico es Gilles Lipovetsky cuando a principios de los ochenta se arroja a contracorriente del lobby que entonces constituían las escuelas de la sospecha (Bertrand Richard dixit), del mismo modo que Alessandro Baricco hace saltar algún que otro marcapasos cuando abiertamente denuesta de clisés tipo «1) la gente ya no lee; 2) quien hace libros, sólo piensa en el beneficio y lo obtiene» (Los bárbaros); o Eloy Fernández Porta —consciente o no— aplasta en Homo Sampler a un Terry Eagleton con muy poco sentido del humor; ese mismo crítico de reflejos marxistas para el cual «Los estudiantes de clase media y habla serena se amontonan obedientemente en las bibliotecas para trabajar sobre temas sensacionalistas como el vampirismo o el arte de sacarse los ojos, los cyborgs o las películas pornográficas» (Después de la teoría), con todo el riesgo —de cara a mantener alerta las defensas frente a posibles ardides del mercado— que eso supone: sospechar que quienes están detrás de las producciones pop son seres intelectualmente lisiados. 

Entrevista a Peio H. en Deriva

Porque Ibrahim B. también trabaja en Navidad. No se la pueden perder: Peio H., responsable de Culturas en Público y autor de Todo lleva carne


martes, 23 de diciembre de 2008

Por qué soy un mal escritor

Piénsese en la —tan denostada por aquí— figura del crítico cultural que escribe novelas: cuando a lo que se dedica es a la ficción, ¿es posible que él mismo considere a cada instante estar desarrollando la mejor prosa que jamás se haya escrito nunca? No lo creo. Sinceramente, ese ensayista no tiene por qué ser necesariamente estólido, bobo, borderline, cretino, necio; de modo que igual que —suponemos— es consciente de las ventajas que presenta su obra novelística o bien constreñida al ámbito del relato, también debería ser conocedor profundo de sus errores, o, mejor dicho, carencias. No ha de ser interpretado esto como algo deshonroso, pues ninguna manifestación creativa puede ser perfecta per se, solo por el mero hecho de entrañar un coste de oportunidad, una decisión. Y es aquí donde uno se plantea por qué en ese acto autopromocional que son las presentaciones, los autores se afanan en connotar lo beneficioso y terapéutico de la lectura de su libro, como si el espectador que tiene enfrente aún no hubiera trasgredido la fase fálica de la que hablaba Freud. Por ejemplo, a estas alturas de “Lo llamaré piedra angular” habrá sabido advertir ya el lector que: a) Afectado por una notable esquizofrenia por la experiencia, el narrador es incapaz de perpetuar las historias; al contrario, meado en los pantalones, echa a correr calle adelante desnudo de madrugada, temeroso porque su ficción no llegue a buen puerto, y es entonces cuando cambia de canal y se justifica en la Zapping Culture; b) (Sigue de lo anterior) Manteniendo una misma voz narrativa, dirigirse a lectores virtuales harto dispares, pues qué tendrá que ver, preguntará curioso el seguidor de esta historia, las condiciones socioeconómicas que destilan capítulos como los dedicados a la figura de Lola Font, con aquellos otros que coquetean con el concepto afroamericano de Street-Lit. Es decir que mientras el lector implícito contenido en el primer caso es un modelno con clase, gozoso de pasear por Malasaña oyendo en su aparato de reproducción musical portátil canciones como “Bohemian like you”, de los Dandy Warhols, siempre dispuesto a volar a la capital británica para comprar un vinilo to’ chulo ahí; responde el segundo avatar a sujetos, digamos, como más de barrio, ¿no?; más hostiles; en definitiva, que saben lo que significa compartir un piso sin ventanas en barrios tipo Usera o Villaverde Bajo. Y de ahí un caldo de conflicto entre quienes asumirán con mucho gusto los fragmentos de tipo barrio, y pasarán, haciendo pinza en la nariz con los dedos índice y pulgar, los de tipo modelno; y viceversa; c) Aprovechando el estado de indefensión en que se encuentran no solo los lectores, sino también teóricos de la literatura de alta alcurnia, incapacitados como están para sostener una definición mínima de la novela actual (uno solo es capaz de afirmar por intuición que Guerra y paz es una novela, si bien no sabe muy bien qué pensar cuando delante le ponen cosas como El almuerzo desnudo), el narrador de “Lo llamaré piedra angular” piensa: «Si tenemos en cuenta que el hilo narrativo ya no es el examen último para acreditar una estructura narrativa bajo el apelativo de novela, en la medida que ahora son igualmente válidos otra clase de hilos, como el topográfico, o incluso el conceptual; al restringir cada una de las pequeñas piezas que componen este texto de dudosa ontología a las Obsesiones programáticas berlinianas, estamos ya acotando el plan de acción —insistimos: conceptual— del corpus; ergo, ¡¡he aquí una novela!!» (¡!¡!¡!¡!¡!); d) Solo alguien demencialmente chalado y harto de meterse para el cuerpo novelas de ultimísima narrativa experimental ejpañola podría acometer, cual chulesco Cervantes —lanza bajo el sobaco— contra el señor De Gaula, una acidísima novela dispuesta a detonar los chistosos postulados-cuchufleta con que ha venido a defenderse una suerte de posmodernidad decadente, aunque, eso sí, con un aparataje teórico detrás de mírame y no me toques; e) En el número 300 de la revista Quimera (noviembre de 2008), Damian Tabarovsky distingue en un genial artículo, titulado “Teoría y novela”, tres tipos de escritores: los excesivamente teóricos («En la literatura reciente leemos a diario a nuevos novelistas benjaminianos, foucaultianos o derridarianos, pero también a otros —más clásicos— que imaginan a sus libros como monumentales denuncias contra las injusticias de la pobreza, el drama de las víctimas o las atrocidades de las dictaduras»), los insultantemente nada teóricos («El relato ramplón que cuenta una historia lineal (introducción-desarrollo-conclusión), la literatura de congresos de detectives, de enigmas policiales en claustros universitarios, de hombres casados, de sufrientes humanistas centro europeos, de psicólogos que narran casos clínicos, de amores entre un entusiasta japonesa y un almirante inglés.»), y el justo medio («es tiempo de volver […] a la novela como pequeña teoría no declarada.») Por supuesto, un servidor se sitúa en el aberrante caso uno. 

Srta. Joyce Johnson, Berliner Guest Star


domingo, 21 de diciembre de 2008

Limon & Nada – Bafici – Le Trip: Sobre la modernez (¡!), o el capitalismo ¡mola!

En el sentir popular de la población urbana pocas cosas hay más desasosegantes que no tener control alguno sobre el tiempo que falta para que llegue el bus. No obstante, la firma Limon&Nada no encuentra problema alguno en colocar su publicidad en las marquesinas madrileñas, en donde observábamos (04/ 2008) un limón que comparte desagrado con el usuario de los autobuses de la EMT ante la irrefrenable huida del tiempo. De su tiempo.


*

Insistimos: Algo está cambiando en el modo de anunciar. Particularmente simpática —las más de las veces, cínica—, resulta la publicidad que enaltece el defecto o lo que habitualmente es considerado como comportamiento punible. Lo vimos en Trade Marks que pegan fuego en el portal de Belén; ese abanico de marcas que abogan por acabar de una vez por todas con los (falsos) valores humanos que tradicionalmente se han vinculado a la navidad, sin por ello dejar de lado el lado divertido del consumo. En la misma línea, otro caso reseñable es la puesta en relación del espíritu indie visto por algunos narradores españoles y por algunos publicitarios argentinos. Así, mientras el narrador de Cut&Roll (de Óscar Gual) pronunciaba asertos miopes e intelectualmente aberrantes por etnocentristas, tipo «Ochenta y cinco jetas adornadas con sendas monturas de pasta lamentándose amargamente por no tener su ración semanal de cultura no popular», y mientras Carol París le sigue la corriente en Odio Barcelona con aquello de las «tropas gafapasti que sobreviven a la crudeza de los inviernos macbianos»; para publicitar el festival bonaerense de cine independiente, los muchachos argentinos subvierten lo excéntrico e iniciático del espíritu indie, precisamente con el fin último hacer sentir excluidas a las mayorías: «Si no es para vos, no es para vos», reza el eslogan de este impecable anuncio. Ni que decir tiene, se trata este de un cinismo —hasta cierto punto— positivo, pensado con objeto de anular fronteras en la jungla de espectros socioeconómicos urbanos, y cuyo único coste de oportunidad se deriva del consumo como herramienta de integración. O sea el bolsillo.


*

Le Trip es una tienda de ropa ubicada en el barrio de Malasaña. Su eslogan ya es de por sí significativo: «Cool living under difficult circumstances», lo cual traduciremos para nuestros lectores no anglófonos como «Cómo ser guay y becario cientocincuentaeurista». Buena parte de sus camisetas parten de un imaginario de cultura patriochu(le)sca remezclada con vetas funky, si bien en su escaparate conviene detenerse sobre un estampado de sobresaliente éxito. Se trata de un stencil de Paco Martínez Soria al que acompaña el siguiente lema: «La ciudad es para mí». Llevar puesta una camiseta así no es algo accidental; es un gesto mediante el cual el usuario está admitiendo proceder de provincias, renegar de ello y ofrecerse a disposición completa de las veleidades que una ciudad como Madrid pueda exigirle. Pagué 19 pavos por la camiseta. No es demasiado cara.

Zoe Leonard

En Notodo.com


martes, 16 de diciembre de 2008

En su insomnio, Jim Vargas no deja de preguntarse cómo salir de la insípida clase media francesa a la que pertenece. Profesor de filosofía en un pueblecito de la costa Atlántica y con un matrimonio que no le satisface en modo alguno, Vargas se encuentra enamorado de una brillante alumna en el Liceo donde imparte clases. Así, tras varios años de relación clandestina, y cuando la joven Judith ya ha trasgredido la mayoría de edad, la pareja programa una campaña de corte político a lo largo de varias ciudades del país con el objeto de poner en cuestionamiento el doble rasero de la opinión pública: ¿Sabe Vd. el número de orientaciones sexuales naturales que existen? (¡!) ¿Cabría la posibilidad de una relación honesta entre una niña de 15 años y su profesor de 46? ¿Y por qué hay una distancia tan abismal entre el modo en que la literatura ha especulado con la pedofilia y cómo lo hace el aparato mediático? Clic. ¿347 palabras?, ¿¡AÚNNN!?, ¡no me j****![1] Son las 06.22 a.m. En la mesa del estudio, tostadas y un bol de café; y el tiempo que se expande y se contrae alegremente y en detrimento de tus nervios —infatigable boutade— como relojes dalinianos. Y piensas: «¡Santísima ******, tío!; lo que tú necesitas es más trabajo. Más trabajo, y ¿cómo dicen los anglosajones?: ¿Over the line?, ¿on the line?, ¿borderline…? (Asco de memoir…) Más estrés, más adrenalina. Sudar.» Es martes. Revisión de la agenda: rueda de prensa en el Centro de Arte Contemporáneo […] + entrevista a […], autor de una novela no demasiado convincente pero que cuenta con un jugoso material apto para la discusión. ¡¡¡¡¡Machácale la sesera a ese ******!!!!! + reseña de uno de esos comics fragmentarios y europeos tan molones + resma de artículos pendientes apilados en la mesita de noche y extractados de fuentes como Pulpsecret.com, NYTimes, Der Spiegel, Campaign, Conversational Reading, Spirou, etcétera[2].

(Joder, ya sé que soy el p*** mejor en mi estilo. A menudo, empero, me gustaría actuar como Pastorius en su concierto de Milán a finales de 1982[3].)

Volvamos al artículo pendiente, pues. * Autoficción: why, guy? Grosso modo, porque «todo lo que esté “basado en hechos reales” es más vendible que la ficción.” (Chuck Palahniuk, Error humano) Ítem más: «Mientras que las miniseries basadas en buenas novelas despiertan mucho interés, son estos dramas sacados de la vida real los que tienden a generar mayores audiencias. ¿Por qué? Lo atribuyo a cinco simples palabras que usamos en todos los pases o promociones televisivas. Cinco palabras: “Basado en una historia real”.» (David Sedaris, Oh, Blanca Navidad…)



[1] (Faltan alrededor de 1.200 para que el artículo pueda ser remitido a la redacción: mosqueo histriónico. Te levantas de la silla y das una vuelta por el apartamento hasta la cocina o la puerta de entrada y luego vuelves.)

[2] Cuando uno ya ha entrado de lleno en lo que posteriormente procederemos a llamar  «maquiavelismo intelectual» (véase “Leerlo todo, o morir en el intento”), un recurso habitual a fin de saber sugerir que se leído todo en materia de monografías o ficción es la búsqueda de la cita ilustrativa a cuál más extravagante fuente (verbigracia, mientras Cervantes es un autor previsible, Nordström & Ridderstale no). Otro truco aún más agudo consiste en citar algún tipo de publicación periódica poco frecuente —pongamos por caso, Frankfurter Allgemeine Zeitung (Alemania) o  Asahi Shimbun (Japón)—, dado que a nivel inconsciente el gesto es interpretado por el lector como si el autor desempeñase un seguimiento regular de semejantes medios, aparte —se entiende— de otros mucho más conocidos por el común de los lectores.

[3] «Finalmente, Jaco volvió a entrar en el escenario y salvajemente se puso a golpear con el puño las cuerdas del bajo, repetía percutidamente la misma triste nota una y otra vez, burlándose del público con su sarcástica exhibición de antivirtuosismo (como si dijera: “¿Queréis verme tocando notas y más notas a gran velocidad, ¿verdad? ¡Pues jodéos, solo os pienso dar una!”).» (Bill Milkowski, Jaco Pastorius (La extraordinaria y trágica vida del mejor bajista del mundo)) 

Supermercados Times New Roman: Pase, eche un ojo. Cualquier ciudadano medio en Boro Boro invierte entre el 6 y el 9,2 por ciento de su tiempo paseando alrededor de nuestras baldas[1]. Somos estrictos, abroncamos empleados a tiempo parcial por violar normas tipo no dirigirse a usted de usted o introducir manual – pacientemente sus viandas en bolsas – ¡¡¡¡Tenemos a las reponedoras más guapas!!!! – Cobramos impuesto revolucionario (a.k.a La Plusvalía) que revierte en el trato con el cliente. Camine hacia los refrigerados cada viernes tras cerrar el chiringuito. Se trata de un ejercicio —digámoslo así— zen en toda regla, con los Easy Jet en el hilo musical empujando por usted el carro. Subsane el karma negativo & desconcertantes niveles de estrés a los que su profesión le somete. Abra el gaznate y trague, trague, como gastrónomo de primer orden. Anorexia[2]. Desconecte – En 2004 Allen Magnolia cayó en la tentación de experimentar qué se siente al inmiscuirse en otro establecimiento (Courier) con resultado de día chafado & malos augurios: al llegar a su edificio encontró la puerta de la calle abierta; luego, el ascensor, abierto. Y su apartamento abierto. Y la ventana del salón – ¿qué creen? Allen Magnolia se arroja siete pisos abajo y cae sobre la cloaca, cómo no, abierta. Portada en los gratuitos de Boroboro. Ahora chapotea en el más exquisito underground, sin luz y entre ratas, pretty happy, ¡helmano!



[1] El mismo estudio realizado por The Economist revela que el sujeto medio invierte sus horas del siguiente modo: Parkings & aparcamientos: 0,2-0,5% (¿?); Restaurantes fast food: 4-6%; Pubs, bares & discotecas: 7-13%; Oficinas, puestos de trabajo: 34%; Medios de transporte de masas: 19-21%; Home, sweet home: 49-53%; Centros comerciales & tiendas textiles: 9-14%. De ahí que un día medio en Boro Boro necesariamente haya de pasar por comprarse unos pantalones to’ guapos ahí en Pans & Company o cenar pescado crudo en Zara, por ejemplo.

[2] Chocolate, cinco porras, chile con carne, bol de café a 82º - quemaduras, hot dogs, mandarinas, té en bolsas, cruasán, guisantes & jamón, plátanos, arroz al curry, pizza, fajitas sin sazonador, cilindro de cordero, tostadas, mermelada de arándanos, hamburguesa, langosta, triángulo isósceles de queso brie, lonchas de queso cheddar naranja radioactivo, gofre, costillas a la barbacoa, maíz, lechuga, bechamel, paquetes de azúcar, espaguetis de un metro y medio de largo con salsa de atún & bacon, cayena en rama, hogaza de pan, costras de sangre de cerdo, vasos manchados de jabón, huevo cocido, ron, manzana, sándwich, cereales chocolateados, tuétanos, nueces con miel, cebolla cruda, patata frita, yogur de chocolate, un litro de agua mineral, flameado, rico, rico.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Lo llamaré piedra angular

Alguien escribe una novela de 2.913 páginas; luego, el más sagaz, pertinente, rutilante, independiente y genial de los críticos la devasta en su totalidad [de ahí al efecto snowball]: hubiese sido suficiente variar la dirección del enciclopédico proyectil apenas unos milímetros en el mapa de coordenadas —haciendo uso, claro, de las mismas energías— para dar en el blanco y no hacer aguas. 

Grandes momentos de 'falsa nostalgia posmoderna' presentan:


La crasa educación sentimental. Conversaciones entre el reportero gráfico Stewart y su enfermera Ritter. 

—Puedo decirle una cosa: cuando una mujer y un hombre se gustan el uno al otro se unen así: ¡Bam! Como si fuera un choque entre dos trenes. Y no se quedan sentados analizándose continuamente.

—Hay un modo inteligente de enfocar el matrimonio…

—¿Inteligente? Nada ha causado más problemas a la raza humana que la inteligencia. ¡Ja! Matrimonios modernos…

—Hemos progresado emocionalmente…

—Tonterías. Antes conocías a alguien, te gustaba y te casabas. Ahora se leen muchos libros, se emplean palabras de cuatro sílabas y se psicoanaliza a la otra persona, hasta que no se distingue entre una relación amorosa y unas oposiciones al Ayuntamiento.

—Bueno, las personas tenemos demasiados niveles emocionales.

—Cuando me casé con mi marido no compartíamos las mismas ideas, y todavía seguimos sin compartirlas. Pero no hemos dejado de amarnos ni un solo minuto.

—Eso es estupendo. ¿Quiere prepararme un bocadillo?

(Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta

En Boro Boro, donde las Budweiser cuestan solo…

«Two bucks, Sir

Uno. Observamos cómo Jason Albert, al fin, da por concluido su periplo a lo largo del continente europeo. Acaba de atar con un candado su bicicleta a una farola junto al McDonald’s de Boro Boro, anexo a la estación de tren y un hipermercado, y se dispone a zamparse una hamburguesa en un restaurante completamente vacío.

—Yo nunca regreso a los lugares por los que ya he vivido —diría Jason Albert algunos años atrás.

En efecto, el crítico sostiene que este viaje en solitario habría tenido mucho menos sentido si su meta última no fuese Boro Boro, ciudad fantasma donde acabara el bachillerato y, hasta cierto punto y por extensión, pusiera final a su etapa como adolescente.

«Esta mierda sabe muy rica», se le ocurre, mientras mastica el cuarto de libra.

Vuelve a echar cuentas: la escritura de este texto debería reportarle beneficios para sobrevivir durante al menos seis o siete meses. Tiene dos semanas para transformar sus apuntes en algo cohesionado y concluirlo. 

Aquí las cosas no parecen haber cambiado lo más mínimo. O tal vez sea, piensa, la distancia que lo salva del líder de su clase y adolescente procaz lo que le hace mirar alrededor con los ojos entornados (suspicaz): Continúa esa arquitectura periférica de casas bajas subvencionadas por la Administración y jardines abandonados a su suerte, junto a bloques de hormigón pintados de graffiti en sus altos —¿Quién tiene la llave maestra para violar, una por una, las azoteas de esta ciudad?—, rejas carcelarias que protegen los bajos y cuerdas de tender exhibidas al gran público.

«Esto es el p*** extrarradio!»

Ítem más: Carreras de automóviles que compiten entre sí por el esputo más verde: hiphop versus techno, gimnasios instalados sobre naves en polígonos industriales, autobuses urbanos iluminados en verde como naves espaciales, y los mayores, claro, en el parque.

«To’ el día en la calle.»

¿Y los vecinos —se pregunta Albert—, cómo es posible que sean capaces de conversar durante toda la noche?

—A mí una hora de conversación me cuesta cinco de lectura —murmura en voz alta ante las miradas alucinadas de los empleados del restaurante.

Acto seguido: Era de prever – ley de Murphy.

Atolondrado con la visión exquisita que le ofrece el escaparate, Jason se distrae investigando los comportamientos de esos chavales-banlieue que rompen —a base de golpes de cepo, emulando un gesto primitivo; rupestre, diríase— los candados que protegen los carros de la compra en el centro comercial, y luego juegan con ellos chocándose entre sí bajo la luz de las farolas anaranjadas, sin ninguna autoridad policial que llame su atención. Eso, hasta que pasa por delante de sus narices, con un par de bolsas colgando de cada mano, Tom Kurtz.

Jason Albert y él se miran sorprendidos. Kurtz irrumpe en el local y toma asiento.

De un Imbiss en cualquier calle de Frankfurt am Main a un fumadero de haschisch allá en el desierto turco. De un hostal al saco de dormir en las playas atlánticas. De las conversaciones con chavales que practican parkour sentados con los pies colgando a treinta metros del suelo en un edificio en obras a las afueras de Glasgow, a los turistas afanados en conseguir el mejor ángulo que ese parque temático llamado Auschwitz ofrece. Del tren a la bicicleta en los márgenes de una autopista. De la nostalgia a lo inconmovible. Del madrugón en una pensión de Siena a las borracheras en Eslovaquia y los intercambios monetarios con sus mujeres. De las comidas en la barra de un café en gasolineras suizas al hambre y la locura en Dinamarca.

Tom Kurtz siente un poco de congoja mientras Jason Albert le resume su viaje, aderezándolo con componentes netamente ficcionales; a fin de cuentas, después de esta noche no lo volverá a ver, así que qué más da lo que oiga.

—¿Sabes una cosa? —dice Jason Albert, impasible—. Cenar en un McDonald’s durante trescientos sesenta y pico días al año, en líneas generales, está considerado un acto de mal gusto o apuesta rotunda por la disneyzación del planeta a la que asistimos; hacerlo, en cambio, un día como este, es una subversión en toda regla a los valores que el catolicismo promulga.

A Kurtz le hace gracia lo que para él es una impostura y para el crítico un manifiesto de intenciones:

—Estás loco —dice Kurtz, entre risas, mirando a su pesar la esfera del reloj. 

Albert cree que nadie de su promoción llegó tan lejos como él —no se le malinterprete—: ¡Es escritor!, caramba. Cronista de viajes.

Ahora bien, ¿por qué en esta pequeña ciudad se siente tan desprotegido? ¿Qué valen aquí sus títulos; su obra?

¿Su ego? Un punching de boxeo.

Jason Albert se fogueó con Tom Kurtz en el ejercicio del periodismo mientras todavía estudiaba – escribiendo artículos para el periódico local de Boro Boro. Con él aprendió que antes de meterle la lengua bien adentro en el trasero de cualquier figura política, prefiere hacérselo a la aerolínea de turno. Es más sano para el paladar.

Al grano:

—Por casualidad, ¿no sabrás nada de Linda?

—Está en la facultad de Químicas, impartiendo clases de doctorado —responde Kurtz.

¡Mierda! ¡Joder! Resulta que Jason Albert no ha sido el que más lejos ha llegado de su generación: También está Linda.

—¿Tiene novio? ¿Se casó? —trata de quitar hierro al asunto atacando el helado con nueces. 

—Y formó una familia con un tal Ben Wiggins.

En esta ciudad se sabe todo de todos.

—¡La leche! —exclama Albert.

—No irás a decirme que todavía sigues acordándote de ella… 

—¿Y tú?, ¿no tendrás prisa, no?