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viernes, 23 de diciembre de 2011

26.01.12.


FRESY. COOL. (sh#t-hits-the-fan.)

Pleonasmo Chief y sus secuaces les desean un Feliz Año de la Parusía.

26.01.12.

Hasta entonces.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Piensa en verde (sobre ecologismo, propaganda y el anuncio de los cómicos)


Hacía algún tiempo que venía dándole vueltas a la idea de escribir sobre ecologismo, así que la semana pasada, antes o después de presentar Contra la posmodernidad, le pedí a Ernesto Castro bibliografía sobre el asunto, y él me remitió primeramente a la web de Jorge Riechmann. En efecto, me bastó apenas una semana de leer sus apuntes de clase para plantearme seriamente la opción de vegetarianismo. Esto estaba muy bien, pues confirmaba que la literatura aún puede servir para influir directamente en la conducta de los individuos. Sin embargo, algunos pasajes de esos apuntes me provocaron cierta incomodidad, en concreto, aquellos que tratan sobre la felicidad, y que peligrosamente, aun en su elaboración y complejidad, pueden llegar a lindar con un discurso que recuerda al manual de autoayuda, tal vez simplemente por los incómodos conceptos que manejan y su forma de representarlos. Lo cual me hace pensar que se trata de un tanto a favor mío en la interminable discusión que tengo con Ernesto. Él dice: «¡Es la economía, estúpido!»; y yo digo: «sí, pero por encima de eso es la cultura, (¡y el lenguaje!)». Naturalmente, esto es idea de George Lakoff. Lakoff se quejaba, por resumirlo muy brevemente, así: si los rústicos que dirigen las cúpulas republicanas son capaces de atraer para sí a quienes en principio no deberían inclinarse por el voto en rojo, ¿entonces no deberíamos nosotros, que somos más listos y disponemos de mejores ideas, tenerlo más fácil para ganar? Sí, pero para eso hace falta invertir en propaganda, actitudes, lenguaje y subjetividades, decía Lakoff. Y aquí es donde se encuentra el que para mí ha sido y sigue siendo la principal lacra del pensamiento crítico: desprenderse para siempre del cartel del Persona-de-la-que-Todo-el-Mundo-se-Cachondea-en-el-Recreo a causa de a) unos principios demasiado poco elásticos para transgredir ciertas normas que el nihilismo típicamente neoliberal sí puede permitirse, y b) la costumbre de pedir disculpas en lugar de, directamente, asaltar la Bastilla (marxismo sin modales, que diría Ernesto).
Pero de lo que yo quería hablar es del siguiente anuncio que desde hace unas horas, y acompañado siempre de elogios, veo circular en Facebook.


 

En el libro que actualmente estoy traduciendo, el narrador manifiesta su disgusto por Disney: la corporación, no el ratón de Walt. Dice así: «¿qué clase de robot comunista no siente debilidad hacia ese portador de bondad de aguda voz, orejas jodidamente enormes y sonrisa interminable (mi mujer encaja en buena medida con esa descripción, y estoy casado con ella)?» Más o menos es el mismo pensamiento que a uno se le pasa por la cabeza si intenta oponer inconvenientes al anuncio arriba mencionado, que además es un estupendo trucho (esto es, un anuncio que sólo sirve para vender la propia agencia de publicidad y el ingenio de sus creativos, en lugar de la marca; dicho de otro modo, este anuncio es un corto que homenajea a Gila en donde la marca sólo aparece de manera casual y prescindible, y el eslogan que clausura a la pieza es tan general que serviría a cualquier otro producto de consumo), sólo por utilizar la muerte como recurso de venta, nada más desaconsejado en cualquier facultad de publicidad donde Freud siga asomando en los manuales.
«¿Qué clase de robot comunista —se preguntarán— puede ver en ese anuncio un espíritu nacional de trasfondo católico que antepone el fútbol, la merienda y el compadreo a la guerra y los asuntos de la polis?, ¿qué clase de ecoterrorista se atrevería al tirar abajo tamaño homenaje al canon del humor español, aludiendo a la presunta inmoralidad de lo que sus actores quieren vendernos?» Nada. No hay nada que podamos reprochar a los creativos de McCann Erickson. Ellos saben cómo proteger con una guerra de las galaxias la subjetividad que nos quieren vender. Porque un intercambio/ enfrentamiento de subjetividades se parece mucho al juego de piedra, papel o tijera; todas son susceptibles de ser aniquiladas (parodiadas), pero las hay que son más poderosas que las demás. Y mientras la gente de McCann Erickson ha sabido blindar su producto, los ecologistas, al lado de la marca anunciada, seguramente os sigan pareciendo unos insensibles robots comunistas.
Pero si estos publicistas son invencibles a los reproches, ¿qué puede hacer entonces un ecologista frente a este spot? Pues hacer el suyo propio. Imaginad ahora que en lugar de cómicos, el campo donde transcurre la acción estuviera poblado de estabulados cerditos pequeños —tan tiernos y entrañables como los personajes de McCann Erickson— que en su día de suerte han salido a pastar por el campo catalán o castellano. Imaginad que esos cerditos pequeños, en un golpe de nostalgia, memoran la desaparición de su hermano, cuyas patitas ahora deberían exhibirse reluciente y fibrosas en la cocina decorada con motivos navideños de cualquier hogar español. ¿Qué podría unir y hacer felices a esos nostálgicos cerditos estabulados? Tal vez una rica merienda de forrajes. ¿Los cereales transgénicos Monsanto que acabaron con la vida de su hermanito Babe? Exacto. Qué felices son ahora esos cerditos.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Yo soy yo y mis influencias

"Narrativa actual: Yo soy yo y mis influencias" es el título de la conferencia que el año pasado leí en la Universidad de Valladolid, en el encuentro En construcción… Zona de obras (Jornadas sobre nueva narrativa española y nueva crítica); pueden leerla ahora haciendo clic aquí.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Presentación de 'Contra la posmodernidad'



Lunes 12 de diciembre. 19.00 horas. La Central de Raval. Eloy Fernández Porta, Ernesto Castro y un servidor estaremos presentando Contra la posmodernidad
Allí nos vemos, 

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El obrero danés que se lamentaba de su melancólico ser el mundo (¡nui!)

«Aceptaré a Lars Von Trier el día en que le den el alta médica» (en la primera parte) y «ésta puede ser una hermosa metáfora de una necedad de tamaño planetario» (en la segunda) fueron la clase de pensamientos que, en contra de mi políticamente correcta voluntad biempensante, repetía para mí todo el rato mientras el pasado fin de semana miraba Melancolía, visionado que afortunadamente hice en casa con amigos, y que por tanto ayudó a salvar el marronaco en la medida que permitía maliciosos comentarios en streaming y humorísticos doblajes sobre los torpes papeles de sus personajes. Me explicaré.

(sigue en JotDown)

*

PS: respuesta de la inefable Carlota Moseguí, "En defensa de Lars Bergman y Ingmar von Trier"

domingo, 27 de noviembre de 2011

Esto es una cuña publicitaria


Pasé mi segundo año de carrera leyendo compulsivamente libros sobre historia de la publicidad, y 'La conquista de lo cool' es un brillantísimo resumen de toda aquella bibliografía. Por supuesto, resulta espantosamente inmoral que aparezca en la misma editorial que acaba de sacar 'Contra la posmodernidad': cada vez que parpadeo en su lectura veo a mogollón de creativos rebozándose en $$$, y hasta puede llegar a resultar agradable. Comprad todos este horripilante placer culpable. Que es lo más parecido a pecar en una sociedad como la nuestra. O quemad en una pira medieval a sus editores, jóvenes sin futuro. Yo ya estoy en el lado del mal.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

¿A favor del urbanismo 2.0.?



1.

Hostilidad es la primera reacción que me causa Contra el rebaño digital, de Jaron Lanier, a raíz de un artículo publicado la semana pasada por Daniel Arjona bajo el título Banalización y totalitarismo en los tiempos de Twitter. Pero la experiencia llama a la prudencia, y la posición de Lanier me recuerda a los vestigios del pensamiento crítico marxista de raíz europea que, antes de 2008, se esforzaba en liquidar la filantropía liberalista, la socialdemocracia de Giddens, y en definitiva cualquier tentativa de globalización bien gestionada anclada en los fundamentos del capitalismo; entonces, aquellos que giraban la tradición del pensamiento crítico para admitir que el capitalismo podía llegar a molar parecían los llamados a traer el nuevo aliento a la sociología. Y fracasaron. Lanier, por más que se esfuerce en negarse como un ludita aludiendo a sus investigaciones como informático, no puede dejar de ser visto a menudo como un reaccionario. Pero no es cierto. En su diana se encuentran aquellos que él refiere como totalitaristas cibernéticos. Que son quienes no comprenden que «el valor de una herramienta radica en su utilidad para desempeñar una tarea. El objetivo nunca debería ser la glorificación de la herramienta». Por eso será de gran interés seguir de cerca cómo este libro muta sus lecturas en los próximos años, y por eso Contra el rebaño digital es una lectura obligada por las preguntas que plantea y la pasión con que interpela a sus oyentes, antes que por la excelencia del conjunto de sus opiniones. Contra el rebaño digital habla de tecnología, sociología, derecho y economía. Responder a todas las inquietudes de Lanier exigiría mucho algo más que este artículo, y por eso, lo admitiré, la presente respuesta a Contra el rebaño digital ofrece una perspectiva sesgada, cuando no directamente tendenciosa.

2.

Lanier, cuyo libro se publicó originalmente antes de los movimientos sociales que en todo el mundo protagonizaron este 2011, se queja de que los usuarios jóvenes de Facebook «son los que crean ficciones online satisfactorias sobre sí mismos con gran éxito. Cuidan sus dobles meticulosamente. […] Se premia la insinceridad, mientras que la sinceridad deja una mancha que dura toda la vida. Sin duda alguna, antes de la aparición de la red ya existía una versión de este principio en las vidas de los adolescentes, pero no con una precisión tan inflexible y clínica.» Pese a la honestidad de esta última aclaración, Lanier carece de perspectiva histórica, pues, tan preocupado como se muestra él por preservar la «personalidad» en la época de la web 2.0., apenas le bastaría con acudir a autores como Freud o Norbert Elías para admitir que, justamente, aquello que distingue a la persona es su capacidad de contención y su habilidad de construcción simbólica. Lanier también protesta porque las redes sociales, en cierta forma como el MIDI alteró la música, liman los matices de la interacción hasta reducirlos a un sistema informático binario —¿soltero o comprometido?, pregunta Facebook a sus usuarios—, acaban con la espiritualidad y deterioran la calidad de la amistad. Y aunque hábilmente se niega a proponer una definición sobre lo que ser persona significa («Si supiera la respuesta, podría programa una persona artificial en un ordenador», se excusa), el ensayista se pregunta: «Si bloggeo, twitteo y wikeo todo el tiempo, ¿cómo afecta a eso que soy?» Podemos inferir entonces que la alienación derivada de las redes sociales no es la del hombre en la multitud; la de la masa. Al contrario, su interacción es tal que ha rebasado la categoría de consumidor compulsivo de contenidos para erigirse como mero canal o herramienta. Así se altera el esquema comunicacional, de manera que ahora asistiríamos, por primera vez, a un circuito abierto. «Lo más importante de la tecnología es cómo afecta a las personas», dice Lanier.

3.

Acerca de las protestas más o menos recientes contra la deshumanización tecnológica, Lanier me hace recordar la voluntad de Jane Jacobs cuando hace medio siglo publicó Muerte y vida de las grandes ciudades; en aquel libro buscaba reivindicar espacios seguros e íntimos, un modelo de seguridad basado en la confianza en el vecindario, en el conocimiento mutuo. Frente a la ciudad donde impera la «anomia social, donde se prima el individualismo y es la “autoridad” la encargada de “mantener el orden”», caracterizada por la falta de espacios públicos para socializar y el miedo a lo desconocido; Jacobs valoraba una ciudad donde la cuestión clave fuese la relación de las personas con el espacio público (Zaida Muxí y Blanca Gutiérrez). Pregunta: si la mayor parte de nuestro tiempo la pasamos en el espacio digital, ¿no podría ser la red 2.0. una actualización del urbanismo armonizador de Jacobs, donde uno goza de buena libertad para elegir a sus vecinos? Lanier respondería tajantemente un no, preocupado como está por el creciente odio en la red y la popularización del troll, el cual, naturalmente, actualiza al ratero, al vándalo, al insurgente, al pandillero y al vecino chungo que siembra el pánico en Sin City.

jueves, 3 de noviembre de 2011

David Foster Wallace, el hombre que reventó la economía mundial



(Y un día nos hizo despertar transformados en insectos)

El gobierno no es la solución a nuestros problemas. El gobierno es el problema.
Ronald Reagan, 1981


1.

—Aquí en Estados Unidos esperamos que el gobierno y la ley sean nuestra conciencia. Nuestro superego, podríamos decir. Tiene algo que ver con el individualismo liberal, y con el capitalismo… No pensamos en nosotros mismos como ciudadanos, parte de algo más grande para con lo que tenemos fuertes responsabilidades. Pensamos en nosotros mismos como ciudadanos cuando se trata de nuestros derechos y privilegios, pero no de nuestras responsabilidades… Es una paradoja… Los ciudadanos tenemos poder constitucional para elegir no hacer nada y dejar las decisiones a corporaciones y a un gobierno que suponemos que las controla. Las corporaciones están mejorando a la hora de seducirnos para que pensemos como ellas, beneficios y telos y responsabilidad como algo que consagrar simbólicamente y evitar en la realidad.  La inteligencia a diferencia de la sabiduría… No podemos detenerlo. Sospecho que lo que pasará es algún tipo de desastre —depresión, hiperinflación— y entonces comenzará la hora de la verdad: o despertamos y retomamos nuestra libertad o fracasamos por completo… Imagina que estás en una balsa salvavidas con más gente y hay mucha comida y la tienes que compartir… Como es lógico deseas toda la comida, te mueres de hambre. Pero así están todos. Si te comes toda la comida no podrás vivir con ello. Los otros te matarán… Creo que en los ochenta los americanos están locos. Se han vuelto locos… Puede sonar reaccionario, lo sé… No pensamos en nosotros mismos como en el pasado, como pequeñas partes de algo más grande e infinitamente más importante hacia lo cual tenemos serias responsabilidades… Pensamos en nosotros mismos como los que se comen la tarta en lugar de los que hacen la tarta. ¿Y quién hace la tarta?... No preguntes a tu país lo que puede hacer por ti…

Al habla un personaje de The Pale King.
No recuerdo si fue su hermana o su mujer quien dijo que podía imaginarse los momentos previos a su suicidio, besando a sus dos enormes perros y despidiéndose tiernamente de ellos. El caso es que ese viernes 12 de septiembre de 2008, cuando DFW preparaba las cuerdas en su residencia de Claremont, al otro lado del país, en la Costa Este, unos tipos que bien podrían pasar por personajes suyos intentaban salvar del desastre a la banca mundial. En efecto, el lunes 15 Lehman Brothers declaraba su quiebra y ocurrió eso que Raj Patel describió como una grosera versión mundial de la peripecia de Gregor Samsa: «Es como si un día nos despertáramos y nos encontráramos transformados en cucarachas […] Su reacción es sencilla, y exclama: “¡Pobre de mí! ¿Cómo voy a poder conservar mi trabajo?» Pues eso. La crisis se extiende, revientan algunas cuantas economías y todo lo que ya sabemos. Con todo, conociendo la trayectoria de DFW, el dato es aterrador e increíble.
Hacia 1987, al término de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher, principales enterradores de Keynes y promotores del neoliberalismo más chungo, DFW empezó a publicar. Y es probable que su ficción sea el máximo reflejo de ese interludio en la Historia Universal que media entre la caída del muro —el fin del siglo XX, como proclamó Eric Hobsbawm— y el 11-S. O entre la caída del muro y la crisis de Lehman. Hasta que empezaron a intentar convencernos de que Hungtinton era el pensador que declaraba el que sería el conflicto más importante de nuestro siglo —el así llamado choque de civilizaciones—, Fukuyama fue el pensador clave en esa época de transición. La historia se ha acabado y el capitalismo es lo mejor que nos ha pasado. Y DFW habló todo el rato de eso.
Mismamente, «La niño del pelo raro», el texto que da título a su primer libro de cuentos (probablemente su mejor libro), trata sobre un excéntrico yuppie republicano forrado de pasta y caracterizado por extrañas parafilias sexuales, agresivo un poco a la manera de Pat Bateman. Hacia el final del cuento, cuando alguien le pregunta cómo hace para ser feliz, obligándole por tanto a practicar un ejercicio del solipsismo, el protagonista se viene abajo y desvela una serie de traumas infantiles vinculados a los comportamientos de su padre, un republicano que ha interiorizado esa idea de la familia protectora de la que Lakoff hablaría más tarde en No pienses en un elefante, y que tan bien le fue, durante algún tiempo, al partido de Reagan y la saga Bush. Como digo, ese viernes negro, DFW se suicida sin haber concluido su novela sobre un tema que no tendría por qué interesar a ningún escritor hasta entonces.
Y el tema no es otra cosa que los impuestos en Estados Unidos, a partir de la peripecia de los empleados del IRS, el Departamento de Tesorería de Estados Unidos,en Peoria, Illinois, entre los que se encuentran dos personajes llamados David Wallace (la puesta en abismo, por lo demás, ya es un clásico en el catálogo de técnicas compositivas del autor). De hecho, uno de los vínculos más fuertes entre The Pale King y su último libro, Oblivion, es la fascinación hacia el personaje colectivo, corporativo. Si en Extinción, teníamos el grupo de discusión encargado de diseñar la publicidad del chocolate ¡Delitos!® («Señor Blandito»), el aula infantil del narrador traumatizado en «El alma no es una forja», la aldea tercermundista en «Otro pionero» y la redacción de la revista Style en «El canal del sufrimiento», The Pale King pretende abrazar el grupo que compone estas oficinas del IRS. El capítulo 25 es el mejor ejemplo de lo expuesto. Allí leemos cosas como: «Matt Redgate vuelve una página. “Groovy” Bruce Channing adjunta un impreso a un archivo. Anad Singh vuelve dos páginas de golpe por error y devuelve una hacia atrás provocando un sonido ligeramente distinto.» Y así durante cuatro páginas en las que se capta un único instante de burocracia.
Pero admitamos que muchos críticos no estarán de acuerdo con el tema que sirve como eje a de The Pale King. Mientras leía  las primeras opiniones aparecidas en medios anglosajones, advertí varias reseñas que comprendían enunciados del tipo: «apelar a The Pale King como un libro sobre impuestos es como decir que Infinite Jest es un libro sobre cintas de video» (si bien es cierto que tampoco leí ningún artículo que se centrase en el componenete financiero de la novela). A eso hay que añadir que si La broma infinita tomaba como pretexto las cintas extremadamente divertidas del cineasta suicida James Incandenza, tenía bastante lógica que el siguiente paso fuese una ficción sobre el aburrimiento. John Barron, para el Chicago Sun Times, comenzaba su artículo aclarando que: «Uno de los temas de esta novela es el aburrimiento, el aburrimiento demoledor vinculado a ciertos trabajos». Partiendo de una actitud de sospecha, no tardaríamos en convenir que mucho más sencillo para un crítico es liquidar el tema apelando a una abstracción moldeable como el «aburrimiento», en lugar de intentar penetrar en los aspectos más especializados de la narración. No olvidemos, a fin de cuentas, que la primera noticia que tenemos de The Pale King se remonta a mayo de 1998, en un encuentro que se organizó entre Gus Van Sant y DFW. Allí el cineasta le pregunta por sus clases, y DFW responde:
—Este año estoy de sabático. Asisto como oyente pero no imparto clases. La clase a la que asisto es un auténtico coñazo.
—¿De qué va esa clase? —pregunta Van Sant.
—Va sobre, ehm… contabilidad de impuestos avanzada. Es una larga historia y probablemente no quieras saberla.
Nuestro autor estaba poniendo en práctica la acertadísima frase de los Wu Ming: «Haría falta centrarse más en la economía, porque ésa es la verdad de esta sociedad. Haría falta leer un poco más las secciones de economía de los periódicos y un poco menos las gilipolleces que ocupan las quince primeras páginas para entender mejor cuáles son las verdaderas tendencias.» Durante muchos años leímos a DFW, como dijo de él Eduardo Lago, como el mejor cronista del malestar de EE UU. Pero mientras todos nosotros nos empeñábamos en ver su literatura en una clave cultural o psicoanalítica, él, con The Pale King, ya iba, como siempre, cien millas por delante de nosotros y se había decidido a entrar en un farragoso mundo de finanzas e impuestos, en un momento en que a muy pocos autores tendría por qué interesarnos.  


2.

Un par de tipos permanece media hora en silencio, hasta que a uno se le ocurre preguntar: «¿y tú en qué piensas cuando te masturbas?» Tratando de zafarse de la incómoda situación, responde algo así como «tetas»; su colega contraataca: «¿Sólo tetas? ¿Sin nadie? ¿Sólo tetas, en abstracto?» Y el interlocutor se enfada. En un artículo del Peoria Journal Star se da la noticia de un trabajador del IRS que ha sido hallado muerto, «tratan de encontrar una explicación a por qué nadie advirtió que uno de sus empleados llevaba sin vida en su escritorio durante cuatro días […] nadie se dio cuenta hasta que el sábado por la noche alguien del servicio de limpieza preguntó cómo podía estar trabajando en el despacho con todas las luces apagadas». Otro tipo desprende un aura de timidez y amabilidad, «una persona triste que vivía en un cubo de miedo». Alguien recuerda: «Digamos que la actitud general de mi familia solía ser: “¿Qué has hecho tú por mí últimamente?”; o mejor: “¿Qué has conseguido/ganado/logrado últimamente, que pueda de algún modo (imaginario o no) reflejarnos de forma correcta, y permita regodearnos en algún tipo de habilidad reflejada (auténtica o no)?» Otro recuerda su juventud a mediados de los setenta, cuando era capaz de entablar relaciones con chicas partiendo de la base de que se había dejado una patilla afeitada y la otra no; él mismo recuerda que en una época en la que la cocaína era lo más divertido, su tolerancia hacia la sustancia era en verdad desagradable, hasta el punto de que se ve a sí mismo en una fiesta, hablando con gente que habla muy rápido porque va colocada de cocaína, y él intenta zafarse de la conversación y da un sutil paso atrás, pero ellos caminan hacia él, hasta que en un punto determinado se encuentra atrapado contra la pared ante un montón de gente que no puede parar de hablar.
¿A qué les suena? He aquí la clase de gags que durante mucho tiempo hicieron que DFW no defraudase. Cualquiera que haya leído un par de libros suyos ha desarrollado una intuición casi infalible a la hora de asociar semejantes situaciones absurdas a su autor.
DFW tenía madera de icono. No sólo fue, considero, uno de los puntales más estimulantes a la hora de pincelar la imagen de marca de su editorial española, sino que en el debate literario entre 2000 y 2008, cuando mucha gente parecía enfermizamente pendiente de relevos generacionales por llegar, fue sinónimo fuerte de progreso. En ese periodo hubo bastantes y muy divertidos artículos, casi siempre pobres y poco fértiles, a favor y en contra de su figura. Recuerdo a Robert Saladrigas quejándose de que no tenía nada que hacer ante la alargada sombra de Pynchon, como si ambos autores no fuesen los suficientemente complejos e independientes para precisar análisis distintos, o a De Prada protestando sobre la aliterariedad de sus digresiones:
—Muy bien, Juan Manual, ¿pero qué carajo, perdón, perdón, entiendes tú por literariedad? —me preguntaba todo el tiempo.
Ciertamente, la existencia de sus críticos menos imaginativos justificaban a los defensores de hipotéticos nuevos paradigmas narrativos, pues en la otra parte del campo de juego, su literatura fue utilizada para comentar atávicos problemas que siguen circulando en seminarios de literatura: lenguaje, narración, artificio, experimentalismo, absorción de la cultura pop de su época y todo lo demás. Fue así como se gestó el primer modelo de fanático de DFW. La clase de lector, académico o escritor comprometido con la herencia del modernismo, que además conectaba con el reconocible imaginario generacional del autor (Jeopardy!, sitcoms, deportes, lad culture al estilo americano, drogas, yuppies, fanatismo por la teoría literaria, erudición descontrolada…). Pero a su muerte todo eso cambiaría. La prensa cultural dio carpetazo a su trayectoria celebrando sus éxitos, alimentando el mito, silenciando las críticas y situándolo en una posición francamente favorable, aunque, con el tiempo, con el lento aunque visible cambio de intereses en el marco de la crítica, no se tardase en demostrar que todo aquel final pirotécnico no era más que una victoria pírrica. Si ya no había lugar para opiniones enfrentadas, ¿qué podía ofrecernos entonces? Y si me preguntáis qué queda de todo eso, mi opinión es que nada o realmente poco. Excluyendo la parafernalia relativa a su suicidio, DFW, de cara a la falange compuesta por sus más fieles lectores, fanáticos que en secreto se sienten orgullosos de su rollito grunge y la bandana motera, debería haber trascendido a producto cultural merecedor de homilías negras, todo lo contrario a la racionalidad lectora que se espera del entorno académico, aunque también, todo aquello que tradicionalmente y muy a nuestro pesar seguimos exigiendo a la lectura: explosivas cajas de pandora que esconden subjetividades de lo más siniestras.
Brandon Scott Gorrell, joven escritor norteamericano de la pandilla de Tao Lin, publicaba en junio de 2011 un artículo que llevaba por título «Lo que vuestro escritor favorito dice de vosotros» (thoughtcatalog.com). Entre los cinco analizados estaban Hemingway, Easton Ellis, Bukowski, Tao Lin y Foster Wallace; allí leíamos: «Si tu autor favorito es DFW, entonces eres reflexivo, te identificas con una autoestima baja, albergas una ansiedad insistente por cómo mostrarte de la manera más auténtica en situaciones sociales […] Tienes la habilidad de comprender digresiones autoconscientes, a distintos niveles, narcisistas, gratuitas, circulares, psicológicas […] Francamente deseas conectar con el autor (no con el personaje) […] Si tu autor favorito es DFW, sospecho que piensas de ti mismo casi en términos de Escritor». En resumen, los fans de DFW esperábamos The Pale King como el lector de terror que acampa en Barnes & Noble antes del lanzamiento de la última novela de Stephen King. Lo cual hacía, hasta cierto punto, justicia.


3.

Sobre las paredes de tablones, retratos de filósofos como Ortega o Zambrano, y muebles acristalados que protegen libros de referencia que amarillean y han sido varias veces encuadernados. Enmarcados en los ventanales de la biblioteca, bosques y zonas verdes bajo la campana de humo de Madrid. Tiempo agradable en el campus de Moncloa. Apilados en mi mesa de trabajo tras el muestrario de revistas especializadas y novedades bibliográficas, ejemplares de Wittgenstein y Gustav Jung, un diccionario de psicoanálisis, manuales de literatura norteamericana, clásicos de la crítica literaria española y un archivo de prensa monográfico sobre nuestro hombre, entre otros volúmenes. Tal escenario ocupó buena parte de mi primavera en el año 2011. Toda mi vida he sido un fraude, no estoy exagerando, en referencia al enunciado que abre el escalofriante relato «Good Old Neon», es el título de un ensayo que a mí me resultaba extremadamente libre y anárquico y que propuse como proyecto final en un posgrado de estudios literarios.
Exceptuando a unos muy escasos lectores agudos, el primer objetivo de mi libro era superar el grueso de las lecturas que nuestro periodismo cultural había hecho sobre DFW, casi siempre centradas en el carácter «innovador» y «experimental» de su narrativa, repitiendo los mismos tópicos una y otra vez. Vulgaridades, por lo demás, que a los periodistas culturales nos apasionan y sabemos vender muy bien a nuestros jefes de sección y siguen funcionando como titulares atractivos. El segundo objetivo era reunir los motivos temáticos que se repetían sin cesar en sus ficciones breves y abordar parte del olvidado componente filosófico que envuelve su obra, así como ciertos conceptos fuertemente ligados a él: solipsismo, superyó, toda clase de traumas catalogados en diccionarios de psicoanálisis, etcétera, etcétera. En esa agradable primavera apareció el póstumo e inacabado Pale King, y como buen fan corrí a hacerme con la horrorosa y asequible edición británica de Hamish Hamilton. Tal vez fue ese mismo día cuando llegué a casa y escribí al director de esta misma revista un correo que en mi imaginación suena parecido a esto:
—Jaime. Estoy escribiendo el que tal vez sea ensayo el más largo que se ha hecho en español sobre DFW. Llevo cinco años leyéndolo todos los meses. ¿Sabes lo que eso significa? Tengo los putos ojos inyectados en sangre de leer a Foster Wallace, joder. Me he hecho dos tatuajes con motivos suyos y quiero hacer un artículo sobre el Rey Pálido. ¿Puedo? ¿Verdad que puedo, no? ¿A que sí?
Confirmada mi desesperada petición, aparqué el ejemplar recién adquirido y me dediqué a terminar el ensayo sobre sus libros de relatos. Treinta y cinco mil palabras después, y con la sensación de haber liquidado todas las lecturas posibles, lo último que me apetecía era tener que volver a escribir sobre DFW. Diez días antes de mi deadline, el 10 de julio, aún no había abierto el libro más que de manera pasajera. Pero aquí estamos. Infatigables.

4.

A un guionista de sitcoms le preocupa mantener la tensión del relato y acertar con los gags que infaliblemente causan la risa del espectador; al Escritor Serio parece preocuparle el difuso concepto de lo novedoso. A DFW le preocupaban muchísimo los intereses del Escritor Serio y los del guionista del comedias. Hablemos entonces de las particularidades narrativas de DFW. Si decimos que sus posibles éxitos formales son secundarios es porque, como él mismo dijo alguna vez, todos los escritores del siglo XX que merece la pena leer desde Joyce han puesto en marcha una política de acoso y derribo a la epistemología decimonónica; en otras palabras, no es que el realismo merezca ser puesto en cuestión, es que ése es el primer paso para que un escritor pueda tener entretenido a sus críticos. Veamos un ejemplo.
En España, Rodrigo Fresán y Javier Aparicio Maydeu dijeron acertadamente que en su uso obsesivo de la digresión era deudor de Sterne. Aunque en verdad, en su frecuente tentativa de asfixiar los nervios de sus lectores puede vislumbrase a un escritor que, muy serio, se está burlando todo el rato de los experimentalismos posmodernos de los años sesenta y setenta, amparados por la propuesta de que el relato tenga que comprenderse a sí mismo como artefacto. La explicación está en Wittgenstein, y su idea según la cual «el ojo no se ve a sí mismo». Que el solipsismo no puede decirse DFW lo demuestra con sus digresiones inacabables. Eso en el plano filosófico. En el plano psicológico, cada vez que un personaje se pregunta por sí mismo, ese personaje acaba arruinado. Aunque en el caso de El Rey Pálido, una hipótesis se sostiene sobre lo que sigue: «Aunque en ciertas situaciones me gustaba la yerba, el problema era más concreto: fumar yerba me hacía autoconsciente, a veces tanto que se hacía difícil estar rodeado de personas». También justifica esta idea el componente superheroico de algún personaje del IRS capaz de soportar el aburrimiento más agudo y la burocracia. Jornadas en las que no sucede nada, y que apoyan el caos de esta novela inacabada.
Aparte. «Mundo Adulto (II)», tal vez el único relato de DFW cuyo final es feliz —aunque solo de manera parcial, pues trae consigo una traición simbólica— ni siquiera es un relato, sino el guión para un relato. Es imposible no leer ese texto sin pensar que no hay narrador, que lo que uno lee son las notas de DFW para un cuento, las notas del autor. El Rey Pálido, en su inconclusión y falta de coherencia, recuerda por momentos a esa ficción recogida en Entrevistas breves. Y en el capítulo nueve, DFW se propone enterrar la máxima barthesiana del autor extinguido: «Aquí el autor. El autor real, la persona viva que sostiene el lápiz, no algúun abstracto personaje narrativo.»
Fresán publicaba este año en Página 12 un artículo donde comentaba que en un encuentro con DFW, éste se despidió confesando que transpiraba mucho. Esta idea ya aparece en uno de sus ensayos, memorando su época como tenista adolescente. Y en El Rey Pálido, uno de los personajes sufre por sus problemas de sudoración. Toda su ficción, de hecho, aparece plagada de guiños autobiografistas. De modo que cuando Scott Gorrel habla de identificación con el autor, lo que en verdad sucede es que sus seguidores no pueden dejar de leerlo con sospechas muy elevadas sobre el carácter confesional de sus escritos. En otra conversación de su novela póstuma, alguien dice «es como un accidente de tráfico, no puedes dejar de mirarlo». Y en uno de sus cuentos en Entrevistas Breves, el narrador cuenta el día en que, mientras miraba la televisión, su padre se plantó delante de él, se bajó los pantalones y empezó a masturbarse en su cara. El personaje serpentea su cuello, tratando de evitar la imagen. Aunque era inevitable no verlo. Básicamente, eso es lo que sucede con DFW. No puedes dejar de escucharlo decir: aquí el autor.


5.

Hace algunos meses, cuando leí los primeros avances de The Pale King, mi principal inquietud fue que esta novela pudiese no ser más que una repetición de los éxitos de su autor, y ante este panorama empecé a pensar cada vez más que yo era la persona menos adecuada para revisar este libro, pues a fin de cuentas, la mayoría de la gente no se ha pasado cinco años leyendo de manera continuada a DFW —lo cual puede parecer, y de hecho es, un entretenimiento indeseable, impudoroso e inconfesable—, por extensión no tendría por qué reconocer esos hipotéticos estilemas que sus lectores habituales han interiorizado para dejar de leer sus libros como piezas independientes, y en cualquier caso, un crítico no debería alejarse demasiado de la perspectiva general de los lectores. Con todo, conforme avanzaba The Pale King advertí cómo el libro se desplegaban en dos volúmenes. Y cómo más allá de esos motivos del autor, las historias del IRS y de una América que poco a poco se va hundiendo resultaban escalofriantes. Era la economía, estúpidos, dijo el autor. Y en verdad ahí era donde debíamos mirar.

(Publicado en Quimera 334, septiembre de 2011)

jueves, 27 de octubre de 2011

¿Es Vollmann excesivamente inteligente como para hablar con justicia de la pobreza?


Es posible que no sea tan culto como desearía; de todos modos, estoy más o menos satisfecho con mi vida. Ese mendigo de delante tiene comida, sueño y una hembra, pero es analfabeto. ¿Cuánta educación «necesita»? ¿Por qué no responder «tanta como tengo yo»? ¿Por qué no incluso «tanta como me gustaría tener a mí»?
¿Y si quiere menos? Una vez rescaté a una niña de la prostitución impuesta. Le pagué un año de escuela. Escogió aprender a coser, no a leer. ¿Tendría que haberle insistido en que hiciera otra cosa? Lo último que supe de ella fue que era una mujer casada, analfabeta, económicamente independiente y no infeliz.
Si alguien posee menos que yo y es infeliz al respecto, lo llamo pobre. Si afirma ser rico pero le veo síntomas de «síndrome de declive», como dicen los manuales de medicina, más vale llamarle pobre. Cuando exista cualquier duda al respecto, ¿por qué no llamarle pobre? Lo exige la caridad.
Sin embargo, si basándome en mis percepciones de su realidad y juicio de su coherencia lógica lo llamo cuerdo (pues aquí es donde se torció la noción marxista de la falsa conciencia; fracasó en esa clase de caridad que nos exige respetar la conciencia y los juicios sobre sí mismos de los demás siempre que sea posible), y si esa persona cuerda, por mucho o poco que posea, insiste en que es rica, la caridad me exige que la crea.

William T. Vollmann, Los pobres. Trad. de Gabriel Dols Gallardo. Debate, 2011. Pp. 71-72

Vayan haciéndose la pregunta; por mi parte, trataré de dar una explicación razonable en los próximos días. 

martes, 25 de octubre de 2011

Cuando la poesía parece contingente, Ezra Pound es necesario


Guía de la Kultura
Ezra Pound
Trad. de Luis Núñez Díaz. Capitán Swing. Madrid, 2011. 368 págs.


¿En qué se parece la poesía al modo en que los bancos de nuestro capitalismo generan dinero? Pues en que los dos, como dijese Yeats en un poema, surgen de una «bocanada de aire», o sea de la nada. El chiste —por llamarlo así— es de Richard Sieburth, experto en la obra de Ezra Pound (1885-1972). Y Ezra Pound, precisamente por su jerarquía de intereses, es, justo hoy, un autor de obligado rescate o relectura. Advirtamos que aquí, en los Cantos, se encuentra el poeta comentando una burbuja inmobiliaria: «Con usura no tiene el hombre casa de buena piedra». Como destacado del modernismo y la Generación Perdida, Pound conoció en Europa la I Guerra Mundial y las consecuencias del crash, lo que le movió a una especie de cruzada personal contra banqueros y financieros y a considerar la economía como una disciplina central a la hora de comprender la historia y la actualidad —aunque sus ideas económicas hayan pasado bastante desapercibidas entre los expertos—. Para el poeta fueron los banqueros los responsables de la ruina de occidente, la civilización, la cultura y el arte (Victor Perkis). Con todo, a Pound terminarían condenándolo enunciados como éste, recogido en su ensayo «What Is Money For»: «La usura es el cáncer del mundo, el cual sólo el escapelo del fascismo puede extirpar.» Otro caso más de intelectual fascinado por la entonces vanguardia política del fascismo.
Libro aún más provocador ahora que en el momento de su publicación, en 1939, Guía de la Kultura es la correspondencia al español de Guide to Kulchur, donde, tal como se explica en la presentación, «llamarlo provocativamente Kulchur tiene su explicación filosófica y política: Pound quería referirse al concepto alemán de Cultura (Kultur) pero para diferenciarlo del tradicional que utiliza la élite (irremediablmente lastrado de connotaciones clasistas, nacionalistas y raciales), lo escribe según la pronunciación», anulando así la indicación del concepto Cultur en inglés. Hace bien, además, Capitán Swing en preparar la edición de esta Guía con el prólogo generoso del filósofo Nicolás G. Varela, pues es éste un libro inconscientemente enmarañado, cuando no opaco y a ratos impenetrable. De una parte, el texto aparece inundado de citas eruditas, cuando no de partituras o ideogramas (mención aparte merecería la atracción de Pound por la literatura china); de otra, el poeta no pudo resistirse al conocimiento enciclopédico, y con este libro aspiró a reunir lo trascendente, aquello que sobrevive al olvido. Su propuesta, aunque acabase con resultados casi más bien contrarios, era perpetrar un texto de divulgación, «tratando de suministrar al lector medio unas pocas herramientas para hacer frente a la heteróclita masa de información no digerida con que se le abruma diaria y mensualmente». Lo que es igual, Pound, como siempre ha ocurrido desde que los medios de información empezaron a plantear graves dolores de cabeza a los pensadores, se proclamaba integrante de una elite iluminadora, gesto que con el tiempo entraría cada vez más en declive.
O dicho de otro modo, un supuesto que ha ido adoptando el estatuto de verdad indiscutible es la imposibilidad de la literatura como herramienta pedagógica, asociada en el imaginario popular a épocas anteriores al siglo XX, en donde los libros servirían como medio de dominio entre las clases culturalmente privilegiadas y aquellas que no lo eran. Naturalmente, esta hipótesis —por la que el ensayo sería no más que un soporte de reflexión, apenas un perímetro conceptual, cuya lectura ha de ser siempre completada por el interlocutor— se sostiene sobre la ilusión de una democracia en donde todos sus ciudadanos comparten bagajes culturales, y sobre la devaluación del concepto intelectual como guía. Pero Pound, que a ratos sonará propagandista y descabellado, ha vuelto para recordarnos cuáles son nuestras obligaciones intelectuales en tiempos de crisis.


 (publicado en Quimera 335, octubre de 2011)

jueves, 20 de octubre de 2011

La condición pornográfica

¿Tu padre esconde números de Playboy en la parte más alta del armario? ¿Alguna vez imaginaste tu propia película XXX y te encerraste en el baño para consumarla? ¿Te gustan las señoras de la tercera edad? ¿Los cojos? ¿Los calvos? ¿Las holandesas?... ¿Vendiste fotografías de tu hermana a los compañeros de clase a cambio de fotografías de Denise Dior y el caballo?... ¿Bajaste episodios de “Bangbus” de Internet?

Pues si no lo has hecho, al menos lee este libro. No porque vayas a encontrar todo lo anterior (la verdad, ninguna de estas historias tiene que ver ni con ancianos ni calvos ni holandesas), sino porque encontrarás otros tantos personajes, y otras tantas meditaciones, y un sinnúmero de maravillosas “puestas en escena” reales y virtuales que te confirmarán que la única condición de este libro es, efectivamente, la pornografía.








Con los valiosos aportes (en orden de aparición) de:


Patricio Pron (Argentina, 1975)
Pablo Gutiérrez (España, 1978)
Gabriela Bejerman (Argentina, 1973)
Luis Hernán Castañeda (Perú, 1982)
Jorge Alfonso (Uruguay, 1976)
Andrea Jeftanovic (Chile, 1970)
Miguel Antonio Chávez (Ecuador, 1979)
Antonio J. Rodríguez (España, 1987)
Mayra Luna (México, 1974)
Giovanna Rivero (Bolivia, 1972)
Vizania Amezcua (México, 1974)
Katya Adaui Sicheri (Perú, 1977)
Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976)
Roberto Valencia (España, 1972)



Selección y prólogo de Salvador Luis
Epílogo de Tatiana Goransky



Un libro pornófilo de Editorial El Cuervo
Bolivia, 2011



ISBN 978-99954-749-9-7
240 páginas

miércoles, 5 de octubre de 2011

Terrorismo o barbarie


Está contada por un auténtico imbécil o por un cretino reprimido, pero Ejército enemigo es la mejor historia de 2011.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

¿Quién quiere ser Pulitzer?


Despidos, tentativas de censura previa, precariedad, malas praxis… Tristemente, es en el momento en que más información precisamos —una información que sirva como escudo ante las agresiones de la crisis— cuando nadie en su sano juicio desearía ser periodista. Cierto es que en las últimas décadas ya se daban por clausurados los tiempos en los que la prensa podía llegar a ser una industria generadora de beneficios gracias a la publicidad, instalándose luego como herramienta de influencia sobre la opinión pública desde distintos grupos de poder. Pero la situación se ha desvelado aún más insostenible si cabe, con un panorama económico negativo que agrava la inevitable crisis en el modelo de negocio, ahora que se produce la lenta aunque definitiva migración hacia el formato digital.

Acerca de cualquier industria que implique una imprenta, quedan ya pocos inconscientes que no hayan aceptado la inminente destrucción creativa. Sabemos desde luego de los terremotos, pero no así de cómo volver a construir sobre las ruinas. Todo ello hace escalofriante regresar a la lectura de Joseph Pulitzer (1847 – 1911), cuando el mes próximo se cumplirán cien años de su muerte.

Pulitzer es el mayor icono de los mejores años de la prensa, antes de que ésta tuviese que competir con la radio y la televisión. Cierto es que cuando él llegó al New York World, Estados Unidos ya disfrutaba de un buen número de cabeceras importantes, pero es él quien se inventó la prensa ética sensacionalista, basada en el impacto formal y la concepción del periodismo como servicio público a disposición de las masas. Aparte de fundar los premios que llevan su nombre, Pulitzer fue también el responsable de la Escuela de Periodismo en la Universidad de Columbia. Sobre el oficio y su enseñanza —dos cuestiones cuya discusión no es nada baladí en estos días— reflexionó en el pequeño libro que lleva por título Sobre el periodismo (Gallo Nero Ediciones).

domingo, 11 de septiembre de 2011

Percival Everett y la experiencia postracial



Edward Said denunciaba en su Orientalismo que Oriente sirvió a Europa, en parte, para definir su experiencia y personalidad por oposición: «Oriente no es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultural material europea.» Aunque, en verdad, este mismo argumento puede ser utilizado con resultados positivos. Lo que es igual: cuando el espectador se asoma a tradiciones culturales que le son ajenas, aprende del Otro tanto como de sí mismo. Y he aquí la incógnita principal que despierta en el lector español la aparición de X, que obliga a preguntarse cómo leer una novela —llamémosla así— post-racial, que en verdad parodia toda una tradición literaria (inédita en nuestro país) sobre la experiencia de ser negro en EE.UU., que a su vez es una crítica sobre lo que el caucásico, a ambos lados del Atlántico, espera de un autor afroamericano como Percival Everett.
Thelonius Ellison, el narrador protagonista de X, es, al igual que Everett, escritor y profesor universitario. Mientras escribe una novela fragmentaria, Ellison, además, narra sus enemistades con ciertos sectores académicos; se burla de los autores experimentales que sobreviven a los años sesenta publicitándose los unos a los otros, y admite el odio que él mismo genera en la Sociedad de Estudios del Nouveau Roman. «Por un par de razones: una, porque hacía dos años que había publicado una novela realista con la que había cosechado cierto éxito; y dos, porque en las entrevistas que me hacían en prensa o radio no me callaba la opinión que su obra me merecía.» Hasta tal punto es así que llega a recibir amenazas de muerte del tipo «te mataré, palurdo mimético».
Agotado de su situación laboral y de la recepción que su obra ha merecido, Ellison se lanza entonces a la escritura de un libro que él mismo aborrecerá. Bajo el título de Porculo, Stagg R. Leigh, seudónimo de Ellison, narra en primera persona —y con una dudosa ortografía— la peripecia en el gueto de Van Go Jenkins, cuya única dedicación parece ser la de hacer hijos. Van Go Jenkins es la clase de persona que sueña con islas, «todo lleno de tías buenas, las zorras, qué culo, y no llevan nada, solo unas tiritas a media teta. Pienso en lo buenas que están, las guarras, y en que mas las voy a tirar a todas». Falsamente, recurriendo al máximo posible de prejuicios, Porculo habría de albergar el germen y la verdadera historia de la experiencia negra en América. Y así, tras las gestiones pertinentes del agente de Ellison, Porculo se convierte en la novela que más dinero reportará a su autor, si bien Ellison no puede sino avergonzarse por ello.
Porculo, que se extiende aproximadamente sobre una cuarta parte de X, posiblemente sea la sección más divertida del libro, lo cual pasa por el gran mérito de Everett, a saber, forzar a sus lectores a experimentar un placer culpable, una diversión que se obtiene de un relato atroz completamente inverosímil, basado de un personaje descabellado y maligno que resiste en un escenario de videoclip de gangsta rap. Con todo, Porculo pasa a ser un éxito de la crítica, avalado por cabeceras como el New York Times, que llega a decir: «Se parece más a las noticias de la noche. El gueto vive entre estas páginas; en ellas, el autor nos permite vislumbrar la experiencia de la calle, y por ello debemos estarle inmensamente agradecidos.» Caucásicos que gritan a los negros: «¡Dadnos Porculo!», se convierte, entonces, en el desasosegante corolario post-racial con que Everett nos complace. 

domingo, 4 de septiembre de 2011

El fantasma de Vallès avanza con antorcha hacia nosotros por la senda de los escritores pobrísimos

Vallés visto por Courbet

He visto en ese París del que vengo que aquéllos que deseaban ser libres no lo eran si, como yo, no tenían un diploma de bachiller en el bolsillo de sus ropas raídas. Con ese diploma, sólo queda mendigar, robar, para no morirse de hambre, o hacerse empleado, o vigilante... lo que voy a ser.

Jules Vallès, El candidato de los pobres, trad. Inés Bértolo, ed. Periférica


Suelo pensar que el valor de los libros descansa en su capacidad para provocar subrayados; otras veces, un solo enunciado justifica el texto en su totalidad. Esto es lo que ocurre cuando lees El candidato de los pobres.
Escribo este post con 23 años y 10 meses, mientras que el narrador de este emocionante libro autobiográfico, Jules Vallès (1832 – 1885) dice sumar 23 años y 4 meses en el momento en que escribe las líneas arriba recogidas.
Hace un tiempo, acerca de Richard Yates, comentaba que muchos de los libros que se escriben a la edad del narrador de El candidato de los pobres son valiosos porque contemplan un arco biográfico al que envuelve una incertidumbre muchas veces insoportable, y en donde precisamente escasean sus testigos literarios. Leyendo a Vallès pensaba, imagino que por oposición, en Andy Warhol, quien —procediendo, por cierto, de familia obrera— parecía poseído por la manía de registrar en sus diarios el precio de todo aquello que consumía, pues Vallès siempre está tropezando con problemas económicos y laborales y hablando de estas pesquisas de vil metal.
No hace mucho, Peio H. Riaño firmaba el divertido reportaje «Currar para escribir», sobre los penosos trabajos a los que quedan condenados los escritores para asegurar su supervivencia. Podéis imaginar por qué esta fatal mezcla de talento, carácter unemployable e inseguridad económica atrae con cierta frecuencia a escritores y periodistas.
Dijo Biedma acerca de Ferrater: conoce los entresijos de la vida práctica con extrema lucidez y al mismo tiempo es radicalmente inepto para la vida práctica. Una de esas personas —yo me tengo por otra— que con los mismos defectos pero con menos cualidades hubiera funcionado mejor. Y de esto mismo parecía adolecer el pobre Vallès, que se lamentaba de su mala fortunada con aquello de: ¿acaso no es doloroso que a mi edad […] tras ocho años estudiando, tras haber pasado en mi infancia por ser un niño prodigio, tras haber pasado en mi infancia por ser un niño prodigio, tras haber sido después un empollón, no es doloroso que no sepa cómo me voy a ganar la vida [...]?
Si el emblema político del diecisiete francés es la toma de la Bastilla y la guillotina revolucionaria cercenando la cabeza del rey, no le andará a la zaga, en el siglo siguiente, la Comuna de París. Y allí estuvo Vallès como héroe de las protestas. Tiempo atrás, constataba en este libro la posibilidad de ser pobrísimo, y aun en ruina doméstica, llevar adelante la fidelidad a un proyecto ético y político: He padecido, he luchado desde el Golpe de Estado, sin agachar nunca la cabeza. He jurado un odio eterno al Imperio… No quiero vivir de lo que ganaría con uno de aquéllos que el Imperio mantiene, incluso si lo ganara trabajosa, dolorosamente. No quiero vender ni siquiera mi tiempo. ¡No: gracias y adiós! A estas alturas ya deberíamos intuir la importancia de escuchar a su fantasma. 

miércoles, 31 de agosto de 2011

Más sobre 'El Rey Pálido'

"David Foster Wallace, el hombre que reventó la economía mundial", sobre 'El Rey Pálido', que en España será publicado en noviembre, es el ensayo que publico este mes en Quimera. Feliz rentrée, homies.

domingo, 21 de agosto de 2011

De fratricidios y monolitos, última estampa de Madrizentro

Las etiquetas existen porque gracias a ellas la gente puede permitirse dejar de pensar. Esta sentencia, extraordinaria, se la escuché recientemente a Carlos Rodríguez Braun a propósito del concepto «neoliberalismo». Rodríguez Braun, por si no lo conocen, y algo me dice que casi ningún lector de este blog lo conocerá, es un profesor de economía que escribe como columnista en Libertad Digital. Básicamente, aquí se encuentra uno de los problemas que ahora sacuden nuestra sociedad: las etiquetas, que obligan a comprender como masas unidimensionales lo que en verdad son sujetos, individuales. Si nuestro siglo empezó con un importante esfuerzo mediático para ajustar el Islam a una religión monolítica, a fin de encontrar la equivalencia con el terrorismo, esta semana Madrid ha sido una performance que, ¿sin quererlo?, está recreando las guerras de religión europeas.

Originalmente, la primera manifestación convocada contra la visita de Ratzinger tenía como objetivo denunciar el dispendio económico y la injusta discriminación política y religiosa llevada a cabo en una ciudad grande y cosmopolita; no era difícil de prever, tampoco, que en el momento en que los JMJ y los manifestantes se encontrasen frente a frente en el espacio público comenzarían a surgir los planteamientos más radicales de unos y de otros. Lo cual era un caldo de cultivo perfecto para la escaramuza desarrollada estos días en Madrid, manifestado en ambas trincheras buscando lo peor del lado contrario. Quienes estábamos contra el gasto en propaganda religiosa —que favorecerá aún más a la derecha— apenas hemos sido para ciertas cabeceras unos troublemakers, buscalíos, provocadores contra los antidisturbios; quienes participaron en las JMJ han sido, como así se ha denunciado en ciertos vídeos e imágenes, unos malos guiris cruzados con hooligans que vinieron aquí para emborracharse y mearse en nuestras fuentes, muy lejos de los dictados de la más rancia ortodoxia y jerarquía eclesiástica. Pero si algo necesitamos contra las etiquetas, eso son los matices.

De la manifestación convocada ayer contra los abusos policiales recuerdo, al menos, dos escenas de provocación personales. La primera, mientras jugábamos al Age of Empires con la policía en las calles cercanas a Sol, vino de una chica que debía tener unos ocho o nueve años menos que yo. Al pasar por nuestro lado dijo en voz alta: «Son pocos y además son unos cobardes». La segunda, cuatro horas después del comienzo de la manifestación en Atocha, fue mientras corríamos por las calles de Colón y Alonso Martínez: «van por ahí, capullos, corred, llegáis tarde a la fiesta». ¿Provoqué yo a los JMJ, más allá de mi descontento original, de orden político? Naturalmente («esas mochilas las he pagado yo con mis impuestos», «tírate [a la gente que nos increpaba desde los balcones], Dios te salva», etcétera). ¿Cuál de los dos frentes comenzó este clima de belicosidad? Ninguno. ¿Era de prever la hostilidad recíproca entre la Policía y nosotros? Supongo que sí, y al menos, afortunadamente, ya ha comenzado la investigación sobre su mal proceder. ¿Podía haberse evitado todo esto? Así hubiese sido, de no haberse permitido la organización de estas jornadas propagandísticas, o de haberlas celebrado de otro modo.

A un solo día de trasladarme a Barcelona, ésta es la postal más triste que jamás he visto de la ciudad. Aun con el gobierno del PP, en estos tres últimos años en los que he vivido en el centro —casi desde el comienzo de la crisis— jamás he comprendido a éste como un espacio politizado hacia ninguna tendencia: de Malasaña a Lavapiés todo parecía trazado en armonía. Lo cual, como es lógico, era virtualmente falso; así lo demuestra el necesario estallido reivindicativo popular del 15M.

Aparte, hay algo extraño en regresar a casa al amanecer, agotado, después de ver cómo los últimos restos de una manifestación terminan con las identificaciones policiales, y después de haber pasado un rato estupendo con colegas, hablando de lo político y lo privado, al comprobar que la ciudad parece un lugar pacífico, pero no.

De norte a sur, de este a oeste, la lucha sigue, cueste lo que cueste, era uno de los eslóganes que sonaban mientras subíamos la calle Atocha.

Bye, bye, Madrizentro.

See you in hell.




(Sonando)

jueves, 18 de agosto de 2011

The Enemy Within (Tolerancia significa...)

Tolerancia significa que los creyentes de una confesión, los creyentes de otra y los no creyentes se conceden mutuamente el derecho a tener convicciones, prácticas y formas de vida que ellos mismos rechazan. Tal concesión ha de apoyarse en una base común de reconocimiento mutuo, gracias a la cual pueden salvarse disonancias que se repelen entre sí.

Habermas, ¿Qué significa una sociedad “postsecular”?, en ¡Ay, Europa!

Y no olvidéis que, en una Europa donde la integración de la comunidad islámica sigue siendo una continua factoría de equívocos, el problema no es tanto la inundación de Madrid por parte de los peregrinos de la JMJ, sino la atroz falta de respeto hacia el resto de practicantes, agnósticos y ateos, materializada, entre otros, en ciertas políticas favoritistas, un gasto público innecesario y los salvajes beneficios fiscales a los patrocinadores. No os equivoquéis. El problema no es el Vaticano, tanto como aquellas instituciones políticas que lo patrocinan. The Enemy Within.

lunes, 15 de agosto de 2011

El Giro Económico. Entrevista a Ernesto Castro (II)

(Viene de aquí)

V. Hablemos ahora de un tema que, según parece, nadie desea sacar a colación. Me refiero al uso de la violencia. En cuanto a protestas sociales se refiere, 1968 es el gran símbolo. Esos fueron años de rebeliones violentas en París, Praga, Nueva York, Tokio, Berlín, Saigón y México D.F. Por citar algunos ejemplos, digamos que mientras en EE UU los yippies intentaban presentar a las elecciones al cerdo Pigasus (¿se puede llevar más lejos el #nonosrepresentan?), William Powell escribía El libro de cocina del anarquista y Abbie Hoffman hacía lo suyo con ¡Roba este libro!; en Europa, gente como Ulrike Meinhof iniciaba su ascenso como icono pop (terror chic)... ¿En qué momento un pueblo goza del derecho a rebelarse de forma violenta? ¿Por qué en Atenas sí y en Madrid no? ¿Se equivoca en su proceder alguna de estas dos ciudades?

En primer lugar, hay una diferencia clara entre el uso estratégico de la coerción armada por parte de un grupo organizada que posee unos fines y está dispuesta a utilizar los medios tácticos necesarios para alcanzarlos; y el uso meramente expresivo de la violencia por parte de una turbamulta reaccionaria, resentida y kabreada que considera el terror como un fin en si mismo. Comparemos tres ejemplos actuales: la violencia en la plaza Syntagma es un acto de desesperación (ante un gobierno impotente), la violencia en los suburbios londinenses es un acto de delincuencia y la violencia en España sería un acto de gilipollas. ¿Por qué? Porque la opinión pública en nuestro país sigue atormentada por la amenaza fantasma del terrorismo. Iniciar ahora una estrategia revolucionaria basada en la coerción armada supondría perder todos los simpatizantes que ha obtenido la izquierda radical desde el 15 de mayo en adelante. No podemos minusvalorar el poder de persuasión que detenta la caverna mediática de la extrema derecha. La reaparición de un fantasma terrorista de izquierdas daría alas a la antigua paranoia sobre “el contubernio judeo-masón” y “la amenaza roja”, otorgaría legitimidad al discurso fascista que pretenden establecer una equivalencia entre todos los elementos que “desestabilizan el orden, la paz y el progreso de España”. Ya conocemos ese tipo de pancartas: “ZP = IU = BILDU = ETA = Al Qaeda = 15-M”. Hasta que no nos quitemos de encima a ETA no podremos hacer uso de las armas, así de sencillo. La extrema derecha está poniendo trabas a la apertura de un proceso democrático sobre “la cuestión vasca” porque sabe que su principal baza para mantener a la izquierda radical bajo la alfombra consiste en mantener operativa la lucha contra el terrorismo en el territorio nacional. Tendremos que esperar a las próximas elecciones generales para empezar a pensar seriamente cómo se prepara un cóctel molotov. Se rumorea que la cúpula del grupo terrorista ha depositado en los presos la decisión de continuar en la lucha o abandonar las armas, pero todo depende de las medidas que tome el PP cuando llegue al poder acerca de la legalidad de BILDU. Entonces podremos empezar a romper algún cristal que otro.

acer política de izquierdas en Europa Occidental empieza por tomar conciencia de los factores sociológicos que determinan el espectro legítimo en el que podemos desarrollar una lucha de clases satisfactoria (y recordemos, el objetivo de la lucha no es el terror sino la hegemonía social, la legitimidad ideológica y la cohesión política del movimiento). ¿Por qué, sobre el papel, la izquierda lleva las de perder en un conflicto armado con las fuerzas del orden? En primer lugar, la sociedad civil está firmemente asentada sobre los principios del pluralismo, el orden y la paz; a medio-largo plazo no sería capaz de mantener su fidelidad política, su solidaridad social, su compromiso ideológico; un izquierdismo en guerra no puede mantener la hegemonía social durante mucho tiempo. En segundo lugar, la existencia de amplias clases medias reduce la distancia social entre empresarios y asalariados. En España la ordenación urbana no fomenta (en líneas generales) la segregación ni genera odios hacia la población del barrio de enfrente. Nos enfrentamos a un sistema y no a un enemigo de clase o, por lo menos, el enemigo es menos localizable, más etéreo, no tiene identidad, es un esquizo como nosotros. En tercer lugar, la correlación de fuerzas es bastante asimétrica; una izquierda beligerante sólo podría hacer frente a las fuerzas del orden mediante una guerra de guerrillas; y el Che Guevara lo dejó bien claro: “el guerrillero es un revolucionario agrario” que controla un territorio “agreste y poco poblado”; su lucha “no es patrimonio de la Revolución”. En Europa Occidental la profundidad del éxodo rural da una prioridad estratégica al territorio urbano sobre el territorio rural. En la ciudad, la estrategia del foquismo se vuelve imposible: el guerrillero rural deviene turbamulta urbana; el objetivo no es controlar y hostigar al enemigo un territorio poco poblado y conocido, sino causar el terror momentáneamente en una ciudad hiperpoblada por completos desconocidos.

Tienes toda la razón cuando te preguntas, ¿dónde está el gran pensador sobre la violencia del siglo XXI? ¿Dónde esta el Blanqui, el Sorel, el Malcolm X de nuestro tiempo de crisis? Quizás resulte sintomático que muchos de estos autores esbozaran las líneas maestras de su teoría de la insurgencia armada durante un periodo de bonanza económica: las épocas de crisis son menos propicias para la coerción violenta de masas organizadas y bastante más fértiles en motines coyunturales. Hace poco revisé la bibliografía sobre el concepto de violencia (su legitimidad, su uso, sus límites) y, para mi sorpresa, no encontré ninguna aportación teórica relevante desde comienzos de siglo (con excepción de alguna reflexión afilada de Tiqqun y de Zizek). Algo curioso si tenemos en cuenta que durante la última década el uso de la coerción armada ha alcanzado cotas imprevistas en prácticamente todos los puntos del mapa: terrorismo islámico (Pakistán, NYC, Madrid, Londres); terrorismo nacionalista (Palestina, Chechenia, País Vasco); terrorismo de estado dentro (y fuera) de ciertas instituciones penitenciarias localizadas en paraísos policiales más allá del bien y del mal donde la tortura más atávica se conjuga con nuevos formatos para “obtener información de prisioneros especiales” (Guantánamo, Abu Ghraib); injerencias humanitarias de la OTAN en guerras de baja intensidad, así como el bombardeo de los denominados “estados canallas” (Afganistán, Libia); intervenciones unilaterales del imperio militar yanki y ocupación de territorios estratégicos per secula seculorum (Afganistán, Irak); democratización de las armas de destrucción masiva y aparición de nuevos miembros del “eje del mal” (Corea del Norte, Irán); golpes de estado fallidos (Venezuela, Bolivia, Ecuador); guerras civiles entre el ejercito y la población insurgente (Yemen, Siria, Libia); encontronazos entre manifestantes y la policía (Seattle, Génova y Atenas); guerra civil permanente entre traficantes, guerrilleros, ejercito regular y paramilitares (México, Colombia); disturbios en las barriadas (Paris y, recientemente, Londres). Con este panorama apocalíptico de fondo, Jürgen Habermas se preguntó recientemente si su teoría de la acción comunicativa, basada en una ética del diálogo y la comprensión intersubjetiva, “no estará haciendo el ridículo”. Es una frase para tatuársela; el mejor resumen de la década que he escuchado.

Estamos ante una paradoja habitual: la violencia está tan presente en la vida de todos que nadie es capaz de representarla conceptualmente. Esta contradicción entre lo que se dice y lo que se hace refleja el lapsus existente entre la teoría y la vida cotidiana (la lechuza de Minerva alza el vuelo al anochecer, cuando todo ha sucedido de antemano). Todavía estamos esperando a nuestro pensador de la violencia. Se han escrito algunas hipótesis interesantes sobre la naturaleza del terrorismo, pero no se ha avanzado un ápice en la comprensión de la violencia como realidad omnipresente de nuestro tiempo. Desgraciadamente, tampoco se ha profundizado en el debate sobre el uso de la coerción armada como instrumento legítimo al servicio de la desobediencia civil. Estamos discutiendo en los mismos términos que utilizaban Malcolm X y Martin Luther King hace medio siglo: por un lado tenemos a los zapatistas, con sus pasamontañas y sus Ak-42; por el otro lado, al movimiento 15-M que condena in toto la violencia y asiste impotente al desalojo y ocupación policial de sus plazas. En la intersección entre la manifestación civil y la insurrección armada se encuentra un fenómeno difícil de comprender: la turbamulta urbana. Este fenómeno social está llamado a trastocar el mapa de la política contemporánea e incluso nuestra concepción de lo político. Ahora mismo es lo que más me interesa.

Llamo turbamulta a aquél sujeto colectivo cuya formación no responde a ninguna ideología específica, a ningún programa de lucha consciente; su identidad no está circunscrita a ninguna clase concreta, viene asegurada por la mera confluencia espacial de sus miembros; su cohesión grupal viene dada por los compromisos adquiridos durante curso de acción en el que anda inmersa. La turbamulta carece de conciencia histórica, se orienta gracias a su memoria instantánea y a su conocimiento del territorio. La turbamulta se replica como un virus y se expande como una plaga más allá del lugar dónde se efectúan las acciones delictivas; su radio de influencia se expande ilimitadamente a través del tejido social bajo la forma del estado de alarma. El terror que surge en un punto geográfico permea los espacios limítrofes gracias a la contaminación ambiental (sin embargo, su radio de acción se circunscribe al cono suburbano, donde la intervención de la policía no está presionada por motivos políticos especiales). Su organización rizomática hace las delicias de los deleuzianos. Digámoslo claro y alto: la multitud de Negri y Hardt no le llega a la turbamulta a la altura de los zapatos. La turbamulta es, ante todo, un sujeto de (re)acción colectiva formado por la irrupción coyuntural y espontánea de guerrilleros urbanos. Su modus operandi, extremadamente simplificado, tiene una especial inclinación por los actos delictivos y antisistema. De hecho, encontramos antecedentes de la turbamulta –saqueo anónimo de comercios y destrucción de mobiliario urbano- en la táctica del Black Bloc aplicada en las contracumbres antisistema en Seattle, Génova y Barcelona. Sin embargo, la turbamulta incorpora un factor afectivo totalmente ajeno a la lógica delictiva y a la táctica antisistema: el masoquismo compulsivo. Lo hemos visto en París y lo estamos viendo en Londres: gente quemando sus propios coches. Este ejercicio desmesurado de la violencia suicida pone en entredicho el concepto de racionalidad instrumental, escapa a nuestros esquemas de interpretación política. Los actos de la turbamulta no se someten a la lógica funcional de los medios y fines, es más, la turbamulta encarna en su propio cuerpo la subrepción de los medios sobre los fines: toda ella es una mediación perpetua sin finalidad alguna. La turbamulta no conoce enemigos de clase ni adversarios políticos, no tiene propósitos a medio plazo, tampoco eleva ninguna demanda a las autoridades. La turbamulta es un diagrama en perpetua evolución que deviene un fin en si mismo, antepone la lógica expresiva a la lógica funcional. ¿Qué quiere esta gente? Según Baudrillard, follarse a su propia madre (así responde la turbamulta a los intentos de la integración social). Anónima, gratuita y sin rumbo, la turbamulta es la sociedad civil tomando las riendas de su propia autodestrucción; lo que queda cuando no queda esperanza en la revolución y la integración social se mira con sospecha. Este sujeto de (re)acción colectiva se encuentra en una relación dialéctica muy precisa con las fuerzas del orden: cualquier conflicto suscitado por la policía, por muy nimio que sea, puede desencadenar el motín de los sin-trabajo, los sin-papeles y los sin-techo. En resumen, cualquier pretexto es válido para que los sin-futuro monopolicen violentamente el presente. La acción de la turbamulta es siempre reacción contra-represiva. La turbamulta no puede ser calificada a priori de revolucionaria con independencia del contexto de emergencia donde se produce su aparición, máxime si tenemos en cuenta que estamos ante una formación social pre-política, carente de toda ideología, que hereda todos los factores contrarrevolucionarios que Marx vislumbró en el lumpenproletariado bonapartista: el oportunismo, la anomia y la desorganización como principios de acción; el pensamiento reaccionario como (falta de) ideología; el conformismo como tendencia natural; el resentimiento y el narcisismo como disposiciones subjetivas. La turbamulta es escoria ontológica, todo aquello que la filosofía siempre ha odiado; el objeto de sospecha de la filosofía post-metafísica. Desde una perspectiva nietzscheana, la turbamulta conjuga la moral de rebaño, la fe del carbonero, el resentimiento del espíritu débil y el narcisismo del esclavo. Su política afectiva se resume en el lema que según Nietzsche impulsa toda revolución: “Puesto que soy un canalla, tú también debes serlo.” La turbamulta genera en el observador externo una fascinación fascista que calificaría de sublime. Brindemos, con prudencia, por ella.

VI. Hasta el 15-M, el nuestro fue un entorno gestionado por una serie de políticos que se beneficiaron, como comentaba hace poco Manuel Castells, de la «ruptura del vínculo entre ciudadanos y gobernantes»[1], mientras que en el resto del mapamundi, según algunos, primó a) la comunicación política y el marketing frente a las ideas (de Berlusconi a Sarkozy u Obama…), y, b) como tú mismo comentas en Contra la posmodernidad, el auge de los populismos, desde Le Pen a Hugo Chávez. Mientras, la prensa no ha dejado de producir artículos sobre la función, fundición, defunción y refundación de la izquierda; ahí queda, si no, la ya arruinada Tercera Vía de Giddens y Blair, la Tercera Izquierda Verde con el mítico Cohn Bendit a la cabeza, el sonado abanico de partidos antiliberales en Francia con las elecciones de 2007, ahora DRY desmintiendo hallarse a la izquierda o la derecha[2]… Así pues, ¿merece el esfuerzo seguir alimentando la discusión sobre una oposición viable? ¿Será apenas un debate intelectual, semántico y abstracto, similar al de los críticos culturales que horadan el terreno para plantar su bandera ante nuevas categorías —ya lo hemos comentado en muchas ocasiones: de Bourriaud a Lipovetsky, de Tabarovsky a Bauman…—? ¿O la confirmación de que la utopía de la mano invisible, repetidas mil veces, es ya una verdad incuestionable?

or mucho que insistan los viejos roqueros del marxismo en ello, no es cierto que la esencia de la política sea la política de partidos (y menos aún la administración y dirección del Partido con mayúscula). No existe organización democrática más burocrática y excluyente que el partido, pero, ciertamente, la formación de partidos permite la sublimación del enemigo de clase en adversario electoral (y esta es, en definitiva, la esencia de la política democrática). Así mismo, el ejercicio del poder legislativo es la palanca principal para la transformación social. La ampliación y el perfeccionamiento del derecho cosmopolita, una de las prioridades de la lucha de clases global, se apoya en los acuerdos interestatales en vigor y es un proyecto inviable sin los mecanismos de presión económica, política y militar que tiene los estados. El Estado-nación es la única plataforma existente que puede poner frenos y cortapisas a la globalización auspiciada por las multinacionales; una plataforma que puede utilizarse para coordinar la solidaridad internacional. Mientras vamos profundizando en los experimentos extra-parlamentarios de democracia participa (aquí la experiencia asamblearia del 15-M es fundamental), si el compromiso de la población con la política continúa en un estado de desafección como el actual, la democracia parlamentaria sigue siendo el menos malo de los regímenes, el que abarca una mayor pluralidad de opiniones y exige menor atención por parte de los ciudadanos (lo que nos permite dejar de lado lo común y “dedicarnos a lo nuestro”). Una vez dicho esto, hay que añadir que la formación de una izquierda parlamentaria radical y alternativa es la gran tarea pendiente de los “nuevos movimientos sociales” que cristalizaron durante la década de los 60 y 70 (feminismo, ecologismo, pacifismo, comunismo cognitivo) y que, desde entonces, han estado imbuidos en cierto pathos izquierdista reacio a la política de partidos. ¿Enfermedad infantil del comunismo, como decretó Lenin, o remedio a la enfermedad senil del comunismo, como respondió Cohn-Bendit? Ni una cosa ni la otra. Estos movimientos sociales han tenido una trayectoria bastante parecida al periodo de cristalización del movimiento obrero durante el siglo XIX. Foucault declaró que la desafección política la década de 1970 era equiparable al punto muerto de la lucha de clases en la década de 1830. Y tenía razón. Todo movimiento social detenta, en un primer momento, una función impolítica más que un papel propiamente político: momento utópico, imaginación de futuros alternativos, creación de nuevos ideales, revolución de las costumbres. En un segundo momento, surgen las asociaciones-bisagra a caballo entre lo social y lo político. Los sindicatos y los consejos de obreros fueron las plataformas que impulsaron los intereses de la clase trabajadora en la arena de la política. Ahora mismo, los sindicatos son un estorbo para la lucha de clases, dinosaurios esclerotizados sin representación, sin credibilidad y sin apoyos. Han sido incapaces de adaptarse a la transformación de los modos de producción y la fragmentación del mercado de trabajo; los funcionarios y los trabajadores industriales que ellos dicen representar conviven con un creciente batallón de precarios, temporales, parciales, desempleados e ilegales. La defunción de los sindicatos es sólo cuestión de tiempo conforme vaya en auge el que, a mi juicio, será el movimiento social determinante de las próximas décadas: el movimiento sin-papeles. Entre el movimiento sin-papeles y los sindicatos mayoritarios es inevitable que estalle el conflicto, toda vez que estos últimos se han reafirmado en defender la prioridad nacional de los trabajadores autóctonos sobre “la competencia desleal de los inmigrantes”. Estamos ensayando nuevas relaciones informales con la política, nuevas plataformas que impulsen los intereses de las clases desfavorecidas (a mi juicio, los problemas ecológicos y los flujos migratorios deben ser un tema central de debate). El papel de movimientos populares como el 15-M consiste en operar de bisagra entre lo social y lo político, haciendo uso de los tres instrumentos sociopolíticos de Internet: Facebook para llamar a la concentración, Blogger para reflexionar y debatir, Twitter para mantener informado (está claro: la revolución SÍ será twitteada). Ya veremos sí todo esto se decanta en un partido o, por contra, el movimiento 15-M se mantiene en la brecha abierta como lo que está llamado a ser: una plataforma de acción y debate que amplia la esfera de lo público y abre nuevas vías de lo común.

Mientras profundizamos en la acción directa, no podemos renunciar a la vía institucional. Si el objetivo último consiste en transformar la sociedad, y no sólo remover conciencias, tendremos que pasar tarde o temprano de la resistencia social a la ofensiva política. Y esto significa intervenir en la arena parlamentaria. Sería una estupidez por parte de la izquierda radical abstenerse de participar en las próximas elecciones generales del 20-N. No nos engañemos, el poder sigue en manos del partido electo en las urnas y la derecha confía que los mecanismos electorales llevarán al poder a sus representantes. No podemos minusvalorar el potencial de las urnas. Las urnas son (y serán) las armas de destrucción masiva de la política nacional y el título de ese libro de John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, es un perfecto oxímoron. La exigencia de reformas en la ley electoral, la denuncia de la corrupción política, la indignación ante el recorte de las competencias estatales en materia de políticas sociales, son tareas que tenemos que realizar sin resignarnos a abandonar la vía parlamentaria. Nunca insistiremos lo suficiente en ello. A lo largo de la historia, la abstención no ha obtenido otros frutos que la victoria de la derecha por una mayoría aplastante. En España, una mayoría rotunda sería sinónimo de impunidad política por parte de una derecha neoliberal, fascista, homófoba, xenófoba, creyente y policial. Todos juntos y revueltos, perfectamente cohesionados gracias a la inflación mediática de sus órganos de difusión y sus intelectuales orgánicos: comentaristas de radio y tertulianos de televisión. En cuanto a señalar al enemigo y conformar opinión pública, la extrema derecha saca una ventaja importante respecto de la izquierda moderada, sutil y refinada que monopoliza la caverna mediática (Wyoming y sus bromas incluido). Aprovecho, ya de paso, para recomendar el visionado de mi tertulia preferida: La TuerKa CMI (TELE K). Pablo Iglesias, Iñigo Errejón y Juan Carlos Monedero son un trío cojonudo.

Como digo, no podemos dar por finalizado el debate sobre la refundación de la izquierda. El debate que no ha hecho más que comenzar. En nuestro país, Izquierda Anticapitalista tiene un par de años de vida (se presentó por primera vez a las Elecciones Europeas de 2009) y Equo, el partido ecologista alternativo, todavía está en periodo de formación y estará, me temo, demasiado verde para obtener algún resultado en las próximas elecciones. En toda Europa la hegemonía de la Tercera Vía sobre el electorado de izquierdas era un hecho consumado que bloqueó cualquier atisbo de debate. La Tercer Vía es una orientación política reacia a la discusión política, es más, diría que es apolítica por definición: interpreta las contradicciones políticas como si fueran problemas técnicos, a pesar de su énfasis en la democracia participativa, considera que la política no debe estar orientada por la voluntad del pueblo sino según la docta opinión de los expertos. La Tercera Vía antepuso la venta de un slogan, la creación de una izquierda cohesionada y en el poder, por encima de la justicia social. Esta fue la tónica general hasta que aconteció el giro del electorado hacia la derecha, previo a la crisis, con la victoria de Merkel en Alemania (2005), Sarkozy en Francia (2007) y Brown en Reino Unido (2007). Fue entonces cuando comenzaron a multiplicarse los discursos de refundación de una izquierda radical y alternativa. Démosle tiempo al tiempo para ver sus frutos. Me parece más interesante aprender de los errores de la ya defenestrada Tercera Vía y analizar el caso particular de ZP. Con el final de su gobierno se extingue toda una estirpe de oportunistas sin margen de movimiento. ZP consiguió salir vivo de las últimas elecciones generales gracias al discurso del voto útil y la política del mal menor (“votadme, que viene la extrema derecha”), pero esta instrumentalización del miedo no le será útil al PSOE en las próximas elecciones generales. Lo dicho, la izquierda debe pasar de la resistencia a la ofensiva, del voto útil a la militancia activa.

VII. Entiendo que cuando la realidad entra en crisis, la ficción (la cultura) es una de las primeras damnificadas. Ahora bien, al mismo tiempo que tu ensayo aparecerá la antología Tenían veinte años y estaban locos, que incluye una contribución tuya. Siguiendo con tu crítica a la lectura culturalista, ¿es el nuestro un momento adecuado para hacer y consumir poesía? ¿Le importa a nuestra poesía Lehman Brothers, el Pacto del Euro y todo lo demás? ¿Tiene que importarle?

Antes de responderte quiero introducir un pequeño matiz para despejar cualquier malentendido. Quiero evitar que el público lea Contra la postmodernidad en clave dogmática y me acuse de estalinista por haber intentado subordinar los productos magros del espíritu (cultura, derecho e ideología) al servicio de los fríos engranajes de la economía. Ya es la segunda pregunta que me haces sobre mi bicefalia profesional (mitad poeta, mitad ensayista), la segunda pregunta sobre la problemática relación entre cultura y política, la segunda vez que sonríes malévolamente cuando formulas la pregunta. Aunque sé que tus preguntas no van por ahí, prefiero despejar la duda ahora. Tres cosas que responder a la acusación de economicismo estalinista. En primer lugar, no he afirmado en ningún lugar que el criterio primario a la hora de juzgar la calidad de un producto cultural sea su utilidad pragmática inmediata (hacer de guía moral) o mediata (elaborar un programa político). Es más, desprecio profundamente la literatura panfletaria que ha eliminado la distancia entre lo cultural y lo político, el lugar donde propiamente anida lo político-pedagógico (este es el defecto principal de los clásicos de la poesía política, autores como Maiakovski o Brecht, que asumieron acríticamente el determinismo económico de la III Internacional). En segundo lugar, cuando sostengo la preeminencia de la economía, el derecho y la política sobre los estudios culturales debe entenderse en un sentido estratégico y sociológico, nunca ontológico: estas son las disciplinas que nos ofrecen la cartografía más satisfactoria posible de la realidad y, al mismo tiempo, nos permiten generar un antagonismo real entre fuerzas ideológicas existentes. No estoy diciendo que el objeto de una disciplina (los flujos económicos) determine el objeto de esta otra (las manifestaciones culturales). Espero que nadie extraiga de Contra la postmodernidad la siguiente conclusión: “la superestructura es un reflejo exacto de la infraestructura”. La acusación de economicismo es un truco muy sucio y prevengo de antemano al que piense en utilizarla contra mí. Contra una lectura culturalista autorreferencial, en textos posteriores (en preparación) propondré, por ejemplo, una contextualización de los debates postcoloniales en un marco de referencia más amplio. En tercer lugar, la cultura incorpora un potencial político-pedagógico que debería ser privilegiado en tiempos de crisis cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer. ¿Por qué? Porque la cultura es una máquina abstracta que establece una relación dialéctica entre la novedad y el archivo o, en otras palabras, la cultura es la mayor fuente de innovación creativa, legitimidad ideológica y cohesión social que conocemos. Tres en uno. A día de hoy, la cultura en sentido amplio engranaje principal entre los procesos económicos (el capitalismo cognitivo explota el recurso de la innovación creativa mediante los derechos de autor), las fuentes del derecho (v.gr., el debate sobre la ilegalización de los toros en nuestro país: de un lado el slogan “la tortura ni es arte ni es cultura” y del otro la indignación ante la desaparición “de una tradición milenaria”) y las articulaciones políticas (en España, el ordoliberalismo apolítico, bipartidista y policial imperante se apoya en una cultura del consenso, el orden y la tecnocracia que heredamos de la Transición, ese hijo bastardo del franquismo senil, rey “sagrado” incluido). Como digo, el entrecruzamiento entre política y cultura es una constante histórica. Es más, la noción de Kultur surge en el siglo XVIII como el concepto político por excelencia que, contrapuesto al de civilización, permitió definir la especificidad de la comunidad alemana en contraposición a la sociedad francesa. En nombre de la cultura –como en nombre de su opuesto, la civilización- se han cometido (y se cometen) tantas atrocidades que sería una imprudencia dejarla de lado como factor político.

Venga va, voy a responder a tu pregunta. Dejando de lado el sermón dominical y el panfleto doctrinario, el potencial político-pedagógico de la ficción bien escrita se concreta en cuatro puntos: la fusión afectiva (la capacidad de suscitar una empatía con los personajes, una catarsis con la narración), la denuncia periodística (arrojar luz sobre situaciones de injusticia social, juzgar momentos históricos), la creación imaginativa (generar nuevos mapas cognitivos, formaciones alternativas de realidad) y la ilustración teórica (verter, en el curso de la narración, contenidos de disciplinas teóricas adyacentes). El problema es que no hay consenso sobre la cuestión, ¿es la poesía un género de ficción? Yo pienso que sí, Gamoneda piensa que no (ambos tenemos nuestros argumentos, no es lugar repetirlos aquí). Sea como fuere, no he leído demasiados poetas políticos recientes. Ahí van, sin embargo, tres nombres: Ben Clark, Jorge Riechmann y Batania (este último más interesante, sin duda, por su labor como activista y agitador cultural). Tenían veinte años y estaban locos no es una antología de poetas especialmente comprometidos con la política. No sé si eso contesta a tu pregunta. En el fondo, creo que la pregunta que me planteas está mal formulada: la cuestión apremiante no es si los poetas deberían interesarse por el Fondo Monetario Internacional (en última instancia, no soy quién para impugnar la decisión personal acerca de los temas sobre los que versa la escritura de un individuo), sino la pregunta inversa: ¿por qué el Fondo Monetario no se interesa por la poesía? ¿Acaso debería comenzar a considerar la poesía como un recurso económico susceptible de explotación comercial? ¿Qué razones argüirían en favor y en contra los expertos a la hora de considerar una más que razonable privatización de las obras de Homero como medida de ajuste contra el desplome de la economía griega? En vez de vender las islas y poner en entredicho la soberanía del estado griego sobre su propio territorio, ¿qué le impide al Parlamento sacar al mercado la memoria literaria de la cuna de la civilización? Es un hecho consumado que el estado griego ha hipotecado a golpe de crédito el futuro de sus ciudadanos y el de las generaciones futuras, ¿acaso la herencia cultural del pasado tiene un privilegio que el resto ignora? ¿Vamos a permitir que Esquilo y Safo se escapen de rositas? Ahora en serio, deberíamos empezar a plantearnos cuestiones sobre la cultura desde el punto de vista de la economía, y no viceversa.

VIII. Zurich, 1946. Winston Churchill da un célebre discurso en donde habla de la tragedia de Europa, se refiere al continente como «cuna de la fe y la ética cristianas», hace un llamamiento para «volver a crear la familia europea […] y dotarla de una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad», hace un llamamiento para «construir una especie de Estados Unidos de Europa», y muestra su deseo para buscar «un bendito acto de olvido» y dar la espalda «a los horrores del pasado.» Con el tiempo, la idea europeísta se reforzaría ante la división del mundo en dos bloques. 65 años después de aquel discurso, los titulares no vienen dados tanto de la Unión Europea como comunidad política (¿a alguien parece importarle lo que ahora esté pasando en los doce países que entraron en 2004 y 2007?), sino de la Eurozona y sus fisuras. Paralelamente, y en cuanto a la situación del Islam se refiere, Europa vive una situación que recuerda a las guerras de religión entre católicos y protestantes, tampoco parece haber respuestas claras sobre lo que hoy significa la identidad europea, ni soluciones al debate entre secularistas y multiculturalistas; de algún modo, el enemigo islámico está en casa, pero ni siquiera es un enemigo, ya que, como bien dices en el libro, se trata de un «factor productivo a la vez querido e indeseado». Ante un panorama como este, ¿constituye Europa un proyecto obsoleto, funcional para los problemas del siglo XX pero desorientado en nuestros días?

La idea de Europa nos persigue como un fantasma; estaba aquí cuando llegamos y seguirá aquí cuando nos hayamos ido. Habría que escribir un libro titulado Espectros de Europa, con el subtítulo “Del Imperio Romano al Tratado de Maastrich, pasando por la Cristiandad”. Cuando Churchill pronunció el discurso que mencionas daba por sentado que Reino Unidos se mantendría al margen, alineado con EEUU y la URSS en el grupo de promotores independientes que no participarían en el proceso. La unificación espiritual europea tendría que ser comandada por Francia y Alemania, en una feliz reconciliación de las dos naciones más enemistadas de la Modernidad. Y eso fue lo que sucedió, aunque sobre unas bases culturales diferentes a las sugeridas por Churchil: el aglutinante social no fue el cristianismo, sino la americanización de las sociedades europeas. Mayo del 68 sustituyó definitivamente el núcleo familiar burgués por el rock, la televisión y Marcuse. La presencia continua de cabezas nucleares en el continente garantizó la dependencia económica y militar de la Comisión Europea que, recordemos, surgió como institución para socializar la producción siderúrgica y, de este modo, evitar la aparición de un nuevo conflicto armado. En lo político, resulta curioso que los primeros debates sobre la formación de un marco jurídico común se produjeran en relación con la política de extradiciones durante los años de plomo en Italia y del terrorismo alemán; un artículo de Deleuze y Guattari titulado La peor manera de construir Europa da fe del ambiente hacia 1977. Pero esto son sólo anécdotas. No me extraña que el centro del debate actual sea la estabilidad financiera de la Eurozona. La Unión es principalmente una asociación económica y lo que importa es el dinero; una sucursal del imperialismo que avanza políticamente hacia en Este y económicamente hacia el Sur siguiendo el criterio de la “integración negativa” (basta con suprimir las restricciones estatales a la competencia para ser uno de los nuestros). El Tratado de Maastrich diseñó una política de convergencia escalonada de todos los países europeos hacia tres objetivos clave en la doxa política neoliberal: el control de la inflación, la reducción del gasto público y la disminución de los tipos de interés. Sobre estos puntos se ha vuelto ha insistir tras la crisis financiera. Ahora mismo la integración de “economías a diferentes velocidades” no es un proyecto sino una realidad. La Unión es un fenómeno sublime (en el sentido preciso en el que Kant aplicaba este término a la Revolución Francesa): un objeto terrible que, contemplado desde una distancia prudencial, genera un sentimiento de grandeza; el terror que entusiasma al observador externo. Vista desde el exterior, la Comisión Europea ofrece el único modelo existente de gobierno más allá del Estado-nación, lo cual infunde esperanzas (especialmente en Latinoamérica) acerca de una futura gobernanza continental fundada en un federalismo internacional, regulada por un derecho cosmopolita. Toda una utopía sociopolítica. Vista desde el interior, la realidad es mucho más cruda: la Unión ha sido incapaz de generar el sentimiento de pertenencia a una comunidad política como indica el NO a la Constitución de 2004 y los bajos índices de participaciones en las sucesivas elecciones europeas. La Champions Leage y la Eurocopa hacen mejor su trabajo como aglutinante social que la tupida red de instituciones supranacionales con sede en Bruselas o Luxemburgo; tenemos más en común con el Arsenal que con el Banco Central Europeo. No estamos familiarizados con el aspecto de unos organismos internacionales que, a los ojos de la ciudadanía, se asemejan bastante a las sociedad secretas del crimen imaginadas por el Marqués de Sade. De no ser por la polémica cúpula de Barceló ni siquiera sabríamos como es la ONU “por dentro”. No se retransmiten apenas debates en televisión y las declaraciones ante los medios de comunicación tienen la misma duración que los anuncios del Ikea. En suma, la expertocracia se impone; ignoramos prácticamente todo acerca de las decisiones tomadas en nuestro nombre. La distancia mediática entre representantes y representados disminuye la legitimidad de los primeros y aumenta la indiferencia de los últimos.

El marco conceptual de las disputas sobre la expansión de la Unión Europea está mal planteado: se discute sobre los límites del continente y de la civilización occidental, pero se olvida que Occidente no es sólo Europa y que Europa no es ni siquiera un continente. En todo esto hay un error de orientación geográfica importante: se considera que lo problemático es la relación de Europa con su exterior, cuando lo problemático es la interioridad europea. La raíz del dilema, perpetuamente encubierta, es la inexistencia de una identidad europea, de un poder constituyente que pueda refrendar una futura Constitución. No hay que olvidar que la Unión Europea es un donut: el vacío está incorporado en el interior. La adhesión de Turquía está en el centro del debate actual, pero lo primero que deberíamos preguntarnos es: ¿por qué Suiza no forma parte de la Unión? No sabe no contesta. Suiza es el primero de los estados canallas, todo el mundo sabe que tiene en su poder armas de destrucción masiva; se llaman bancos y barren de un plomazo la política fiscal de los Estados. El enemigo no está a las puertas, se encuentra dentro de casa.

Resulta curioso comprobar como la crisis ha redefinido el mapa ideológico de la Unión. A medida que el eurescepticismo va haciendo mella en la opinión pública alemana, ya nadie se acuerda de los debates sobre la necesidad de trascender la hechura intergubernamental de la Unión mediante la apertura de un proceso constituyente. Angela Merkel redacta su “Carta para una economía razonable a largo plazo” (dirigida a los Reyes Magos, suponemos) y, mientras tanto, ya tiene proyectado cortar el grifo de la solidaridad y las ayudas económicas con los países del este. El mensaje es claro: no queremos otra Grecia chupando del bote. ZP se reafirma como el titiritero del encuentro de civilizaciones, el rey de la payasada tolerante. Los lobos británicos de la Tercera Vía aprovechan para quitarse de encima la piel de cordero e insisten en desmantelar el Estado de Bienestar, untan en vaselina el ojete de la sociedad civil, ofician de emisarios de la violación neofascista por venir, dejan la situación en bandeja para el triunfo arrollador de la derecha en las próximas elecciones. Lo que es más preocupante: entre la prensa francesa y alemana comienzan a proliferar las explicaciones culturales de la situación económica; se considera que “la avaricia anglosajona por la obtención de bienes materiales a corto plazo” fue el detonante de la crisis y que “la morosidad y la tendencia al engaño de los pueblos mediterráneos” es el principal estorbo para la obtención de una estabilidad financiera. Sólo en relación con estos poderosos think tanks puede entenderse la llamada (absurda) de Sarkozy a moralizar el capitalismo financiero.

La Unión Europea se ha mostrado indecisa en política exterior ante los desafíos impuestos por el fin del orden mundial bipolar. Hay que subrayar a nuestro favor la moderación de nuestros presupuestos militares y el recurso a la guerra por otros medios (diplomacia, poder blando, presión económica) en comparación con la carrera de armamentos del resto de países, a pesar de que la instrumentalización de las guerras ajenas siga siendo la gran lacra de nuestra economía (España es el segundo país que más municiones exporta en África). Nuestras fuerzas armadas están mal equipadas, nuestros militares son policías travestidos. La relación con Estados Unidos, mediada por la special relationship de Reino Unido, ha fluctuado al vaivén ideológico de la amenaza fantasma islámica y ha sido el gran elemento de división dentro de la Unión. Aunque la administración Obama prometió borrón y cuenta nueva, por ahora el Atlántico Norte sólo comparte la inestabilidad financiera. La conexión con Latinoamérica no ha sido muy exitosa, a pesar del interés que tienen los países latinoamericanos de paliar la dependencia yanki mediante el acercamiento a Europa. Aquí juega un papel determinante el complejo de inferioridad que arrastran desde siempre España y Portugal: demasiado sureños para ser europeos, demasiado europeos para tratar de iguales a sus antiguos vasallos. A lo largo de su Historia, los países del Mediterráneo se han encontrado repetidas veces ante el mismo dilema similar: ¿cabeza de ratón o cola de león? La agrupación de estos estados bajo el calificativo de PIGS ha dejado claro cual es, según Bruselas, la demarcación geográfica del continente europeo: África comienza al sur de los Pirineos (al menos en términos económicos). Tenemos que tomar decisiones rápidas si no queremos caer en el sumidero de la Historia: entre el decadentismo napolitano y la ruina griega sólo hay un paso. Los países del sur de Europa hemos sido, hasta hace muy poco, los mayores impulsores de los gobiernos autoritarios en el norte de África que garantizaban la satisfacción de nuestros intereses neocoloniales en la zona. La primavera árabe ha dado al traste con el marco geopolítico de los últimos 440 años (desde la Batalla de Lepanto, que frenó el avance imparable de los otomanos por el Mediterráneo). Afortunadamente, nos hemos contagiado del espíritu que recorre el Magreb: la reaparición de movimientos sociales en España, Grecia, Portugal e Italia no sólo pone en peligro “la estabilidad (financiera) en la zona”, también apunta a una posible redefinición del Mediterráneo como “el mar de la democracia real”. Argelia nos está enseñando cómo se hace una transición, a diferencia de la chapuza que hicieron nuestros mayores (por mucho que digan, acostarse con chaqueta de fascista y levantarse con chándal de demócrata no es una transición ni es nada). Frente a la Europa neoliberal de los planes de rescate con pistola en la nuca (timeo danaos et dona ferentes), tengo tres propuestas que hacer a la sociedad española: a nivel geográfico, definir la Península Ibérica como “continente africano en el exilio”; a nivel cultural, profundizar en una renovada identidad mediterránea (más allá del folclore); a nivel político, reforzar las redes de solidaridad con las recién nacidas democracias magrebies. En resumen, dar la espalda a Bruselas para mirar hacia el Sur. Algunas tareas pendientes: (i) la creación un marco jurídico intermediterráneo que normalice los flujos migratorios existentes y ponga fin a la persecución y criminalización de los inmigrantes sin-papeles; (ii) la firma una serie de acuerdos económicos que posibiliten un crecimiento interdependiente de los países mediterráneos, de modo que el sur de Europa pueda explotar eficientemente las materias primas del norte de África y el norte de África se beneficie de la tecnología europea (por no hablar del mercado inmobiliario); (iii) la formación de un espacio público transmediterráneo como primer paso para la creación de una sociedad post-secular basada en el diálogo y no en el fundamentalismo. De adoptarse estas medidas, el Mediterráneo dejaría de ser un espacio de controles policiales para convertirse en el crisol de civilizaciones que era durante el Imperio Romano. El primer punto de encuentro entre un continente crucial en el desarrollo del siglo XXI (África) y otro continente que no se resigna a quedar reducido al status de parque turístico de atracciones sin capacidad económica (Europa).

IX. Y para terminar, un problema de orden político. En unas elecciones entre Rousseau y Hobbes, ¿a quién votarías?

A ninguno de los dos. Todo el mundo sabe que sus respectivos partidos están al servicio de la corporación multinacional que lidera Maquiavelo, el príncipe de la democracia.



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