jueves, 29 de noviembre de 2007
Cosas que me gustan (fragmento de 'Elisabeth en escala de grises')
Cosas que me gustan: escuchar mi respiración pausada con el automóvil detenido en un semáforo rojo de la Castellana, de regreso al apartamento a medianoche, y en el equipo musical los conciertos para piano de Prokofiev. (La ciudad en neón, es rasgo indispensable.) Desanudarme la corbata; desahogarme. Con la cabeza embotada tras más de diez horas frente al Vaio, hacerme preguntas espinosas. Me digo: si no fuera por Elisabeth, ¿habría llegado hasta donde estoy en la agencia por mí mismo? ¿Tengo yo la suficiente ambición como para pelearme con una falange de leones en la arena más caliente solo por dinero? ¿De verdad he sido yo educado en los valores del capitalismo? Etcétera. Luego arranco el coche y conduzco con el pulso tembloroso. (Sospecho que moriré con Parkinson.) Cometo torpezas al volante pero estoy inmunizado ante la violencia con que otros dirigen sus bólidos de carrera. Tengo un Porsche, ¿lo he dicho? No puedo evitar interpretar mi actitud como la de un romántico posmoderno; en resumidas cuentas, pensar que cada piedra que con paciencia dispuse sobre el que hoy es mi palacio era fruto del amor por Elisabeth. Cosas que se hacen por amor —como dice la canción—: ganar pasta, gastar pasta. Elisabeth, Elisabeth, Elisabeth, tú eres mi último vínculo a la ingenuidad del mundo de los niños en este otro mundo —el de verdad— endiabladamente materialista, un mundo en el que es posible comprar prácticamente cualquier cosa. Lo sabré yo bien, experto en vender casi cualquier cosa que responda a los honorarios de la agencia. A tu lado, Elisabeth, creo en el amor eterno. Eres tú la pieza que da sentido a mi existencia. Así es. Y mientras pienso en todo esto conduzco lo más despacio que se me permite, como si temiera llegar a casa. Pero no, lo cierto es que deseo llegar a casa. Deseo hablar contigo. Ay, Elisabeth, si supiera lo que me espera…
martes, 27 de noviembre de 2007
Registros
Quizás este libro sólo puedan comprenderlo aquellos que por si mismos hayan
pensado los mismos o parecidos pensamientos a los que aquí se
expresan.
Wittgenstein. Prólogo a Tractatus logico philosophicus.
Decía Lacan que el estilo es aquella persona a la que está dirigido. Conviene recordar esta idea en un periodo histórico en el que los avances llevados a cabo en literatura están supeditados a un método de trabajo de carácter sociológico; método que ofrece innumerables posibilidades creativas, dadas las combinaciones que pueden realizarse concibiendo los distintos grupos sociales, bien como emisores, bien como receptores. O sea que en la actualidad no vale solo con describir la realidad de un contexto con un registro adecuado al lector medio[1], sino que se hace necesario escribir pensando en arquetipos de lectores del todo impredecibles. (Ejemplo paradigmático: 99 ejercicios de estilo, de Raymond Queneau). Y da igual que se sea consciente de que a sus manos no llegarán nunca sus creaciones. Asimismo, ese lector medio debe ser consciente de esta idea y alterar su modo de interpretación del texto. A él se le exige, en principio (más adelante veremos una tercera combinación) una conducta histriónica con el objeto de ejecutar una primera decodificación correcta. Pongamos por ejemplo a Raymond Carver: en su caso, la realidad de la que habla, su estética, se corresponde con el estilo que emplea. Sus personajes podrían ser sus lectores —que, desde luego, no representan a ese lector medio; y ésta es una de las claves de la originalidad del autor norteamericano—, aunque también podría darse el caso de tratar ese mismo mundo que lo caracteriza con una voz proyectada desde circuitos sociales acomodados —el de aquellos que sí cumplieron el sueño americano—; o viceversa. La tercera combinación de la que hablaba es fruto de que el lector imposte un proceso de decodificación distinto a la visión del emisor y a la del receptor. Siguiendo con el ejemplo, pensemos en un Carver deprimido cuyo objeto de trabajo es el triunfo americano, y cuyo lector se ve representado por un ciudadano utópico contextualizado en un espacio donde la igualdad entre ciudadanos es un hecho. Y así ad infinitum.
[1] Para disgusto de aquellos intelectuales obsesionados con la definición del concepto, he de admitir que el lector medio, a mi juicio, se trata de una figura únicamente intuida, indefinible y cambiante; algo que tampoco es óbice para la validez de mis propuestas.
sábado, 24 de noviembre de 2007
«Yo creo que tú necesitas un par de MOJAMBOS»
Damas y caballeros, mío es hoy el honor de ceder la palabra a los muchachos del barrio. Ellos hacen llegar la literatura allá donde nadie quiere mancharse las manos de HEZ. Amigos míos: tómense un kit kat. Disfruten del aspecto lúdico de la situación. Toleren. Sean relativistas. Abran sus horizontes. Y si no, márchense a leer La Razón. Con todos ustedes, desde Móstoles, Madrid: Entil.
Añadase a esto un bonus track de obscenidad. Sido (Berlín), Fuffies im club. Representando la mejor mierda teutona, cremita caliente:
viernes, 23 de noviembre de 2007
Más fundamentos deontológicos
(Seguimos con La luz nueva)
Comenta Vicente Luís Mora en La luz nueva: «Lo que quiero decir es que si a uno le llaman cortazariano y no ha leído a Cortázar, quien tiene un problema no es el crítico, sino el autor, que es culpable: 1) de no conocer la referencia; 2) de haber transitado caminos ya poblados por otros, sin saberlo.» En efecto, uno de los objetivos que debería perseguir la infraestructura de los escritores en materia cultural, es el de no repetir ideas y formas que otros autores han transitado con originalidad y, por tanto, mejor.
Bien es cierto, por otra parte, que el fenómeno de la intertextualidad hace prácticamente imposible no repetir formas e ideas. Cuando surja esta circunstancia —que la infraestructura intelectual de un escritor sea refrendada por textos que ya figuran en la historia—, dicho autor debería comportarse con humildad y recurrir a la técnica de sampleado de la que hablaba Fernández Mallo: «mi novela Nocilla Dream, que acaba de salir al mercado, tiene una técnica tanto constructiva como intrínsecamente poética totalmente paralela a la que usan los DJ para componer, es decir, como si estuviera ante la mesa de un sampler, ese instrumento milagroso por el cual estos músicos llevan a cabo su apropiacionismo (sampleado) de otras piezas musicales para transformarlas en algo que supera la suma de las partes, es decir, en una energía sinergética.»
Comenta Vicente Luís Mora en La luz nueva: «Lo que quiero decir es que si a uno le llaman cortazariano y no ha leído a Cortázar, quien tiene un problema no es el crítico, sino el autor, que es culpable: 1) de no conocer la referencia; 2) de haber transitado caminos ya poblados por otros, sin saberlo.» En efecto, uno de los objetivos que debería perseguir la infraestructura de los escritores en materia cultural, es el de no repetir ideas y formas que otros autores han transitado con originalidad y, por tanto, mejor.
Bien es cierto, por otra parte, que el fenómeno de la intertextualidad hace prácticamente imposible no repetir formas e ideas. Cuando surja esta circunstancia —que la infraestructura intelectual de un escritor sea refrendada por textos que ya figuran en la historia—, dicho autor debería comportarse con humildad y recurrir a la técnica de sampleado de la que hablaba Fernández Mallo: «mi novela Nocilla Dream, que acaba de salir al mercado, tiene una técnica tanto constructiva como intrínsecamente poética totalmente paralela a la que usan los DJ para componer, es decir, como si estuviera ante la mesa de un sampler, ese instrumento milagroso por el cual estos músicos llevan a cabo su apropiacionismo (sampleado) de otras piezas musicales para transformarlas en algo que supera la suma de las partes, es decir, en una energía sinergética.»
jueves, 22 de noviembre de 2007
Desafío para los pangeicos
Afirma Vicente Luís Mora en La luz nueva que: «vivimos una época en la cual el ocio se ha identificado con la evasión. El trabajo aliena y el ocio desconecta con la realidad. Todo cuanto nos rodea (videojuegos, tv, Internet, cine, drogas, alcohol) está hecho para que escapemos de la realidad o la veamos menos.» En este sentido, considero que aquellos autores denominados por el crítico como pangeicos —a saber, la más inmediata de las vanguardias literarias en nuestro país—, a pesar de haber asumido sin prejuicios la aserción de Mora, no ha conseguido del todo —o mejor dicho, creo que no se lo ha planteado aún— pergeñar una auténtica escritura del ocio. Quiero decir que en la literatura de dichos escritores (y pienso en poetas como Javier Moreno y Mercedes Cebrián, así como en el propio Mora) aún hay un importante espacio para la reflexión, ya sea ésta denotada o connotada; un espacio que sigue anclado en la realidad alienante: la de las jornadas caracterizadas por el tedio de los transportes públicos, los empleos basura, los bajos salarios o las grandes ciudades abrumadoras.
Así pues, se trata éste de un punto que hace entroncar la poética de los autores citados con el consuetudinario carácter sesudo de la literatura. Igualmente, sirve este rasgo para plantear nuevos retos en el terreno de la escritura una vez que, por fin, haya sido procesado el relevo generacional de la crítica, así como los lectores hayan asumido los cambios propuestos por los pangeicos.
A mi juicio, la deriva tomada por los actuales vanguardistas se verá continuada, por llamarlo de algún modo, y siguiendo con la célebre distinción de Porta entre alta cultura pop y baja cultura pop, por una alta cultura hollywoodiense (quizá un término poco acertado, sí, pero que de alguna forma confío en que sirva para seguir acabando con prejuicios del tipo: producto comercial = producto perecedero). A lo que me estoy refiriendo, damas y caballeros, es a una literatura que consiga, al igual que los videojuegos, la televisión, Internet, el cine o las drogas; una evasión real de la realidad. Una literatura amoral e integrada en aquello que Debord critica fervientemente en La sociedad del espectáculo: « El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes.» Y también: «La sociedad que reposa sobre la industria moderna no es fortuita o superficialmente espectacular, sino fundamentalmente espectaculista. En el espectáculo, imagen de la economía reinante, el fin no existe, el desarrollo lo es todo. El espectáculo no quiere llegar a nada más que a sí mismo.»
Digo yo que si todos nosotros, autores incluidos, consumimos productos evasivos, ¿por qué no íbamos a trasladar su efecto a la literatura? ¿Por qué no perseguir con un poema trasladar al lector el mismo efecto que una raya de cocaína?, ¿eh? ¿Por qué no?
Así pues, se trata éste de un punto que hace entroncar la poética de los autores citados con el consuetudinario carácter sesudo de la literatura. Igualmente, sirve este rasgo para plantear nuevos retos en el terreno de la escritura una vez que, por fin, haya sido procesado el relevo generacional de la crítica, así como los lectores hayan asumido los cambios propuestos por los pangeicos.
A mi juicio, la deriva tomada por los actuales vanguardistas se verá continuada, por llamarlo de algún modo, y siguiendo con la célebre distinción de Porta entre alta cultura pop y baja cultura pop, por una alta cultura hollywoodiense (quizá un término poco acertado, sí, pero que de alguna forma confío en que sirva para seguir acabando con prejuicios del tipo: producto comercial = producto perecedero). A lo que me estoy refiriendo, damas y caballeros, es a una literatura que consiga, al igual que los videojuegos, la televisión, Internet, el cine o las drogas; una evasión real de la realidad. Una literatura amoral e integrada en aquello que Debord critica fervientemente en La sociedad del espectáculo: « El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes.» Y también: «La sociedad que reposa sobre la industria moderna no es fortuita o superficialmente espectacular, sino fundamentalmente espectaculista. En el espectáculo, imagen de la economía reinante, el fin no existe, el desarrollo lo es todo. El espectáculo no quiere llegar a nada más que a sí mismo.»
Digo yo que si todos nosotros, autores incluidos, consumimos productos evasivos, ¿por qué no íbamos a trasladar su efecto a la literatura? ¿Por qué no perseguir con un poema trasladar al lector el mismo efecto que una raya de cocaína?, ¿eh? ¿Por qué no?
domingo, 18 de noviembre de 2007
Futbolines
A Berlín, pero no sólo a él, sino a casi todos aquellos de los que se rodea; le parece tentador cualquier mañana de fin de semana dedicada, en exclusiva, a rebobinar la noche anterior. Es el no hacer nada; inevitablemente, llegar a la conclusión de que la diversión se haya allá donde uno quiera ubicarla. A modo de ejemplo, pongamos un pueblo del interior. No más de siete mil habitantes. Berlín, que con el cuello envuelto en una kefiya roja provoca, entre los más jóvenes feligreses del bar, la odiosa comparación con el mantel de picnic; comparte macetas de calimocho con Alice, algunas de sus amigas, y los cuatro componentes de un grupo punk —todos ellos, lejos de lo que pudiera parecer, cuidan su aspecto hasta adoptar los clichés sesenteros de la escena indie urbana—. Afuera el frío es insoportable, una de esas noches de diciembre y la sorpresa en forma de nieve a punto de acaecer. Prueban a jugar a los futbolines. Las colillas van acumulándose unas sobre otras sobre los ceniceros de las esquinas. De fondo estallan los cristales de los vasos de tubo al colisionar con el suelo. Otros agudos proceden de los brindis de los licores. Constantemente, una amiga de Alice, enfundada en un chándal impecablemente blanco, se lleva la lengua al dorso de la mano para lamer restos de sal y limón. Al final, a eso de las cinco o así, acaban todos sentados frente al único bar de música alternativa de la localidad, como teleñecos encima de un pequeño parapeto que separa la calle de las vías del tren, y los pies colgando. Bertrand Russell, de seguro, de hallarse allí, hubiese tomado nota apresuradamente para su Conquista de la felicidad. Es entonces natural que a la mañana siguiente, cuando Berlín se despereza, a éste no le plazca hacer nada más que encogerse en posición fetal bajo el nórdico, presenciando cómo graniza en el exterior, y llamar a Alice con el fin de comentar la jugada.
sábado, 17 de noviembre de 2007
La Crema de la Crema
Cuando yo cursaba mis últimos años de instituto —modestia aparte— / pensaba mejor que toda Europa en el 68. / Podéis imaginároslo: derivaba hacia la corriente / más pesimista del existencialismo francés. Pobre. / Hoy, amigos míos, absorbo el malta mejor que Vileda. / Voy por el barrio. Me paran. Me dicen: / «¡Eh, pastelero!, ¿nos darás ya la receta / de La Crema de La Crema?» / Soy frívolo. Soy un frívolo hijo de puta, negros. Así es. /Si el ego pesara / necesitaría los brazos de una diosa india para sostenerme la testa. /Sé que te mola mi rollo, nena. / Pero tranqui, tíos. Todo perece. Vaneigem lo dijo:
La historia actual recuerda a ciertos personajes de dibujos animados, a los que una alocada carrera arrastra repentinamente por encima del vacío sin que se den cuenta, de modo que sólo la fuerza de su imaginación les permite flotar a tanta altura; pero cuando se aperciben de ello, caen inmediatamente.
Es siempre la misma mierda, la misma mierda todos los días.
La historia actual recuerda a ciertos personajes de dibujos animados, a los que una alocada carrera arrastra repentinamente por encima del vacío sin que se den cuenta, de modo que sólo la fuerza de su imaginación les permite flotar a tanta altura; pero cuando se aperciben de ello, caen inmediatamente.
Es siempre la misma mierda, la misma mierda todos los días.
jueves, 15 de noviembre de 2007
Fundamentos deontológicos en la crítica berliniana
1. La misión del crítico responsable consiste primeramente en trazar y diseccionar la cartografía de la sociedad, a partir de la cual es posible relacionar cada uno de los espectros con su corriente literaria o autor. Ergo, el crítico no es crítico si no es sociólogo. 2. El objetivo indispensable de toda crítica es responder al “para quién” del texto. Es decir, el objetivo de toda crítica es identificar el lector implícito. 3. La misión del autor responsable no es otra que la de tomar la cartografía del crítico y trazar una línea de investigación por todos aquellos espectros que no cuenten con su literatura. 4. El autor debe descreer de prejuicios. 5. En esencia, el autor no es nada salvo materia voluble que adaptar a una realidad. 6. Además, el autor ha de saber que toda conducta es válida. 7. Cualquier rol puede ser desempeñado por un autor con la única objeción de cuidar el cordón umbilical que lo une con la literatura. Algo así como si se tratara de una suerte de satélite que rota en torno a un astro matriz y constantemente corriese el peligro, dado el propósito de desvelar los enigmas del cosmos, de perder el contacto con dicho cuerpo sobre el cual gravita. Es decir, el autor responsable debe desplazarse como funambulista por la frontera que separa a los escritores de los no escritores.
martes, 13 de noviembre de 2007
¿Lecturas moralistas?
Empecé a descreer de las lecturas moralistas cuando, deslumbrado tras más de seiscientas páginas de exposición a la publicidad de la mano de Naomi Klein, decidí que mi futuro estaba en aquel mundo de plástico. En serio, cuando concluí la última página de No Logo me dije que quería convertirme en publicitario de los pies a la cabeza. El fracaso de la canadiense fue estrepitoso conmigo. Más tarde pensaría en todas las publicaciones alternativas de las que por mucho tiempo fui seguidor, Le Monde Diplomatique y cosas por el estilo. Admití que su eficacia era cuestionable dado lo probable de que a sus lectores les caracterizara cierta “voluntad de ser persuadidos” por el medio y sus principios. Es decir, recordé a los funcionalistas americanos primero. Después a Noelle-Neuman y su espiral del silencio: si había alguna forma de exprimir hasta la última gota de las aguas turbulentas que circulan por las conciencias de los ciudadanos de la sociedad de consumo, ésa era exponer a estos, no a ningún texto moralista, sino a un contexto moralista. Si acaso a un autor tan inmoral o más como ellos (y en este sentido pensé, cómo en mi caso particular, me habían sobrecogido las lecturas de Houellebecq o Beigbeder más que la de la canadiense). También me dije: ¿por qué casi todos los poetas que conozco se presumen de izquierdas?, ¿es que acaso ellos no tienen miedo a ejercer el rol de grupos de resistencia dentro de las masas? Desde luego que el caso de los poetas, como el de los intelectuales de izquierda, admite muchos matices. Digamos que, siguiendo la teoría de sistemas de Bertalanffy, ambos grupos constituyen sistemas cerrados; bolsas de aire que en el momento de su creación sí pudieron ejercer cierta resistencia, pero que en la actualidad es más que dudoso su papel dado el vínculo nulo que los une con otros sistemas sociales.
domingo, 11 de noviembre de 2007
Think Different!
La piedra angular de mi pensamiento es una línea que une a J. M. Dru con Jean Baudrillard. Como al primero —como a cualquier autor moralmente responsable—, me obsesiona el salto creativo. Algo parecido al manido salto de Fosbury del que hablan los publicistas o a lo que Martin Amis cuenta en su guerra contra el cliché sobre Kasparov, quien, delimitando un cordón sanitario con el sectarismo que por entonces caracterizaba el mundo del ajedrez, consiguió aplicar un importante lavado de cara a éste. También yo suscribo, en palabras de Dru, que «cada vez que se cambia el enfoque de una lente o se altera una perspectiva se da un salto cualitativo»; nada más simple para explicar la apertura del horizonte de expectativas del que la Escuela de Constanza hablaba en el terreno de lo literario. De esa idea, de la tendencia a proyectar la realidad siempre desde una lente alternativa, derivo siempre que me es posible a una suerte de desintegración social. Dice Baudrillard: «Al menos estamos viendo en todas partes el surgimiento de una singularidad violenta que es la prueba de que no hay integración. Y esto es, en cierta medida, algo positivo. Porque la integración es lo peor, la muerte. La realidad integral es la muerte. Por ende, allí donde hay desintegración, donde hay ruptura —ruptura de la relación de fuerzas, del encantamiento— y donde surge antagonismo, hay esperanza.» Así es, si la integración es la muerte, la esperanza late con fuerza en el seno de la erótica de la contradicción.
sábado, 10 de noviembre de 2007
«¿A QUE TÚ NO TE LO PUEDES PAGAR?» (Spot)
La acción se desarrolla en uno de esos espacios de las grandes ciudades donde converge toda clase de espectros sociales. Una pandilla de punkis, sentados en el suelo y drogados hasta rayar el ridículo, se ríe con escándalo de una joven pareja de novios Arno Ducati. Éstos, sentados en un banco, parecen estar esperando a alguien (debe sugerirse que, a pesar de que la pareja Arno Ducati es todoterreno en el sentido de que no le hace ascos a nada, son otros los espacios —menos heterodoxos, tal vez— que frecuenta). Un miembro del grupo señala el logotipo de la marca del jersey que delata a la pareja en su condición de “PIJOS”. El chico —que de ninguna de las maneras debe parecer un militante de las nuevas generaciones del Partido Popular, algo que exige en grado sumo cuidar su cabello (RAYAS A UN LADO NO, PLEASE!)— se levanta del banco, se dirige hasta posicionarse frente al punki dejando varios metros de distancia (la situación no debe entrañar riesgo para ninguna de las partes) y, mirándolo a los ojos, le pregunta con contundencia y elegancia pero también con educación, juntando y frotándose las palmas de las manos y con media sonrisa y una ceja arqueada (se admiten variables): «¿A que tú no te lo puedes pagar?». Después emplea a modo de pinza los dedos pulgar e índice de ambas manos para cogerse el jersey, siempre con suavidad y sin que el gesto sea demasiado holgado (no es plan el que parezca un negrata de Brooklyn). Primer plano del jersey. La pregunta desubica a los punkos. La novia, con expresión maliciosa, empieza a reír con discreción, coquetería y falsa ingenuidad. Se lleva las manos a la boca. El anuncio concluye con el plano de la chica (rubia, con el pelo largo y minifalda Arno Ducati) de piernas cruzadas. En la pantalla aparece el nombre de la marca y eslogan: ARNO DUCATI. QUE NO TE VACILEN.
jueves, 8 de noviembre de 2007
Interludio: Arrogancia, el perfume de los espartanos.
(Mira chaval, las palmaditas en la cara ve a pedírselas a otro. Yo sólo soy un espectro de escritor que atraviesa por una racha de esplendor en tanto que pienso que le jodan a la fama. Hago lo que quiero. Aún no he definido mis lectores porque me no privo de guardar las distancias con mis más inmediatos entornos, pero mirándome el ombligo he descubierto campos vedados a mi paso que nunca más volverán a desempolvarse. Ese es mi mérito, el riesgo de no mirar atrás conforme cruzo un desierto de ideas con mi yo y mi mierda, la mejor de ellas. Y entre tanto, la infidelidad prosigue su rumbo.)
martes, 6 de noviembre de 2007
Apéndice a 'Lo hermoso de ser yo': Introducción a la Crítica Berliniana
(O cómo ponderar objetivamente un texto a través de la valoración cuantitativa de sus receptores)
[…] Considérese que hasta la primera mitad del texto (concretamente hasta: «Solo la angustia, el vacío.»), éste constituye, a efectos prácticos, no más que un puñado de frases retóricas que persiguen un efecto de arrogancia. Ergo, la primera mitad del texto encaja con todo aquel que practique esta conducta o sepa leerla desde un enfoque irónico. Es a partir de la segunda mitad de la narración, justo cuando ésta deriva casi en una pataleta que busca el enfrentamiento con cierto circuito literario, así como legitimar una metodología de reproducir literatura; que el número de interesados queda notablemente restringido. […]
[…] Considérese que hasta la primera mitad del texto (concretamente hasta: «Solo la angustia, el vacío.»), éste constituye, a efectos prácticos, no más que un puñado de frases retóricas que persiguen un efecto de arrogancia. Ergo, la primera mitad del texto encaja con todo aquel que practique esta conducta o sepa leerla desde un enfoque irónico. Es a partir de la segunda mitad de la narración, justo cuando ésta deriva casi en una pataleta que busca el enfrentamiento con cierto circuito literario, así como legitimar una metodología de reproducir literatura; que el número de interesados queda notablemente restringido. […]
Lo hermoso de ser yo
Entiendo que no os parezca un filósofo. Me consta que aún no habéis hallado el modo de venerar cuando el hombre recurre con pericia a la frivolidad y consigue salir indemne de una situación crítica. Yo soy frívolo, así os lo he hecho creer. Toda responsabilidad acerca de mi imagen pública, por tanto, recae en mí y en nadie más. Pasarán los años. Con ellos narraré derrotas cada vez más grandes, triunfos cada vez más imposibles. Si la suerte está de mi lado, que lo estará, generaré una gran fortuna con unos u otros medios, pero siempre vinculados estos al ejercicio de la escritura. Seré un noble novelista o un vil publicitario. Seré lo suficientemente holgado en lo económico como para, por fin, sentirme satisfecho de mi nacimiento. Los caminos, que en la juventud pudieran parecerme un horizonte abierto para atravesar como el forajido que se funde en el sol; serán angostos, lo cual no exime el deleite. Una cosa no quita a la otra. Uno envejece, en efecto, y advierte que muy pocas, menos de las que uno creía cuando todavía no había salido del cascarón, son las alternativas para exhibir las plumas más fastuosas que cada pavo real guarda en la recámara. Robe lo dijo, si bien lo hizo sin ningún ápice de banalidad; no como yo. Dijo: «Salir, beber, el rollo de siempre.» Tras de estas tres cosas, nada existe. Solo la angustia, el vacío. Yo soy un cerdo arrogante sentado en el poyo de una puerta que se refugia de las tormentas, no con un libro, sino con música enlatada a veces. Otras, directamente, pierdo la mirada en el vacío. Es en este punto que me diferencio de vosotros: yo soy un malhablado. Y no quiero decir que frecuentemente recurra a términos de carácter malsonante. Que va. A lo que yo me refiero es que, lejos de vuestros hábitos, mi sintaxis oral, cuando no estoy escribiendo, es torpe. Errática. No más de media hora diaria de dedicación al ejercicio de la literatura y me agoto. Al fin y al cabo es un juego, ¿no?; y yo convivo con gente muy alejada de los trucos de la retórica. No soy tan bueno como vosotros, dispuestos siempre a dejarlo todo por un libro. Ridículos, como Kennedy Toole, hasta el grado de pegaros un tiro en la sien por un jodido libro no publicado. A eso lo llamo yo falta de gusto. En fin, amigos, como decía, pasarán los años, bajarán los humos, tendré una familia, escribiré novelas de más de doscientas páginas. Entre tanto, por favor os lo pido, dejadme disfrutar de las ventajas que presenta para un bisoño la marginalidad, como el Bolaño de Amberes o el Onetti-Bartleby que recriminaba a Vargas Llosa que —en una línea de trabajo bien distinguida de la de éste— su relación con la literatura era de amantes y no de matrimonio. Yo no tengo, como vosotros, esa prisa que mata.
viernes, 2 de noviembre de 2007
Fragmentos de 'Déjalo todo por amor'
Bien es cierto —y de esto, amigos, nunca hay que olvidarse— que cuando todo tu orgullo queda reducido a partículas de polvo, la Gran Vía mira para otra parte. Mientras haya algo que consumir, un escaparate que nos diga guarradas al oído, un pantalón que entre toda una multitud se fije en nosotros para coquetear, un cartel anunciando hamburguesas orientales frente a un restaurante americano de comida rápida, una película que nos haga reír y llorar en menos de noventa minutos; todo lo que no sea entusiasta, todo lo que no sea participativo, sencillamente es que no existe. Es en esos momentos de infinita tristeza en la gran ciudad, cuando esperas que un ejército de Godzillas resquebraje los adoquines sobre el metro de Callao y asomen sus cabezas escamadas y devoren el cartel de Schweppes con malos modales, asusten a los consumidores y, por fin, éstos, de una vez por todas, se caguen de miedo. Que sepan que también ellos son vulnerables, tanto o más como tú. Regresar al Jurásico. Que los bichos verdes aplasten taxis y buses, las bolsas de papel y los pubs en Madrid Centro, la corriente de seres humanos que fluye como el agua podrida por las cañerías de los barrios.
A veces, digo, todos querríamos ser astrónomos para observar desde fuera aquel punto azul en el espacio. Ese maldito píxel.
*
Imaginemos por un momento que ahora soy yo quien accede a las súplicas de Miranda. Sin comerlo ni beberlo, me despego sudoroso las sabanas una mañana en la decimotercera planta de un hotel del Distrito Federal. ¿Qué hago yo aquí?, me pregunto. Intento hacerme el extraño, el exiliado, aunque la verdad es que sé perfectamente cuál es mi cometido aquí. De lo único que se trata esta historia es de un enamorado valentísimo, un enamorado que, no sé muy bien por qué, se me antoja un tanto hortera. Recuerdo entonces el vuelo, la mano de Miranda que me agarra al despegar, el negrísimo cielo, apenas infernal o incluso mortuorio, del Atlántico a medianoche; las lucecitas del avión, la copa de Champán, el brindis por Hispanoamérica y la nueva vida que se presume repleta de sorpresas, los besos a dos mil pies de altura y, para concluir, la impresión durante el trayecto de no sentirme incomodado por formar parte del espectro social que compone tanto yuppie. A un lado de la cama duerme ahora la mejicana encogida de hombros. Me levanto desnudo e incluso antes de mirar la campana de polución de la ciudad, aquello en lo que me detengo es —cielos, cuánto deseaba decirlo— en mi verga. En mi verga agotada, la pobre. En fin, nada de esto está tan mal ni resulta tan traumático como pudiera parecer a priori. Lo que son las cosas, ¿no? Y eso que de más joven fui bastante reacio a viajar. Enciendo el televisor y decido ver, in media res, una telenovela de inspiración cristiana. No, en efecto, nada de esto está tan mal. Bye, bye, Madrid.
A veces, digo, todos querríamos ser astrónomos para observar desde fuera aquel punto azul en el espacio. Ese maldito píxel.
*
Imaginemos por un momento que ahora soy yo quien accede a las súplicas de Miranda. Sin comerlo ni beberlo, me despego sudoroso las sabanas una mañana en la decimotercera planta de un hotel del Distrito Federal. ¿Qué hago yo aquí?, me pregunto. Intento hacerme el extraño, el exiliado, aunque la verdad es que sé perfectamente cuál es mi cometido aquí. De lo único que se trata esta historia es de un enamorado valentísimo, un enamorado que, no sé muy bien por qué, se me antoja un tanto hortera. Recuerdo entonces el vuelo, la mano de Miranda que me agarra al despegar, el negrísimo cielo, apenas infernal o incluso mortuorio, del Atlántico a medianoche; las lucecitas del avión, la copa de Champán, el brindis por Hispanoamérica y la nueva vida que se presume repleta de sorpresas, los besos a dos mil pies de altura y, para concluir, la impresión durante el trayecto de no sentirme incomodado por formar parte del espectro social que compone tanto yuppie. A un lado de la cama duerme ahora la mejicana encogida de hombros. Me levanto desnudo e incluso antes de mirar la campana de polución de la ciudad, aquello en lo que me detengo es —cielos, cuánto deseaba decirlo— en mi verga. En mi verga agotada, la pobre. En fin, nada de esto está tan mal ni resulta tan traumático como pudiera parecer a priori. Lo que son las cosas, ¿no? Y eso que de más joven fui bastante reacio a viajar. Enciendo el televisor y decido ver, in media res, una telenovela de inspiración cristiana. No, en efecto, nada de esto está tan mal. Bye, bye, Madrid.
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