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martes, 27 de noviembre de 2007

Registros

Quizás este libro sólo puedan comprenderlo aquellos que por si mismos hayan
pensado los mismos o parecidos pensamientos a los que aquí se
expresan.


Wittgenstein. Prólogo a Tractatus logico philosophicus.



Decía Lacan que el estilo es aquella persona a la que está dirigido. Conviene recordar esta idea en un periodo histórico en el que los avances llevados a cabo en literatura están supeditados a un método de trabajo de carácter sociológico; método que ofrece innumerables posibilidades creativas, dadas las combinaciones que pueden realizarse concibiendo los distintos grupos sociales, bien como emisores, bien como receptores. O sea que en la actualidad no vale solo con describir la realidad de un contexto con un registro adecuado al lector medio[1], sino que se hace necesario escribir pensando en arquetipos de lectores del todo impredecibles. (Ejemplo paradigmático: 99 ejercicios de estilo, de Raymond Queneau). Y da igual que se sea consciente de que a sus manos no llegarán nunca sus creaciones. Asimismo, ese lector medio debe ser consciente de esta idea y alterar su modo de interpretación del texto. A él se le exige, en principio (más adelante veremos una tercera combinación) una conducta histriónica con el objeto de ejecutar una primera decodificación correcta. Pongamos por ejemplo a Raymond Carver: en su caso, la realidad de la que habla, su estética, se corresponde con el estilo que emplea. Sus personajes podrían ser sus lectores —que, desde luego, no representan a ese lector medio; y ésta es una de las claves de la originalidad del autor norteamericano—, aunque también podría darse el caso de tratar ese mismo mundo que lo caracteriza con una voz proyectada desde circuitos sociales acomodados —el de aquellos que sí cumplieron el sueño americano—; o viceversa. La tercera combinación de la que hablaba es fruto de que el lector imposte un proceso de decodificación distinto a la visión del emisor y a la del receptor. Siguiendo con el ejemplo, pensemos en un Carver deprimido cuyo objeto de trabajo es el triunfo americano, y cuyo lector se ve representado por un ciudadano utópico contextualizado en un espacio donde la igualdad entre ciudadanos es un hecho. Y así ad infinitum.

[1] Para disgusto de aquellos intelectuales obsesionados con la definición del concepto, he de admitir que el lector medio, a mi juicio, se trata de una figura únicamente intuida, indefinible y cambiante; algo que tampoco es óbice para la validez de mis propuestas.

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