A Berlín, pero no sólo a él, sino a casi todos aquellos de los que se rodea; le parece tentador cualquier mañana de fin de semana dedicada, en exclusiva, a rebobinar la noche anterior. Es el no hacer nada; inevitablemente, llegar a la conclusión de que la diversión se haya allá donde uno quiera ubicarla. A modo de ejemplo, pongamos un pueblo del interior. No más de siete mil habitantes. Berlín, que con el cuello envuelto en una kefiya roja provoca, entre los más jóvenes feligreses del bar, la odiosa comparación con el mantel de picnic; comparte macetas de calimocho con Alice, algunas de sus amigas, y los cuatro componentes de un grupo punk —todos ellos, lejos de lo que pudiera parecer, cuidan su aspecto hasta adoptar los clichés sesenteros de la escena indie urbana—. Afuera el frío es insoportable, una de esas noches de diciembre y la sorpresa en forma de nieve a punto de acaecer. Prueban a jugar a los futbolines. Las colillas van acumulándose unas sobre otras sobre los ceniceros de las esquinas. De fondo estallan los cristales de los vasos de tubo al colisionar con el suelo. Otros agudos proceden de los brindis de los licores. Constantemente, una amiga de Alice, enfundada en un chándal impecablemente blanco, se lleva la lengua al dorso de la mano para lamer restos de sal y limón. Al final, a eso de las cinco o así, acaban todos sentados frente al único bar de música alternativa de la localidad, como teleñecos encima de un pequeño parapeto que separa la calle de las vías del tren, y los pies colgando. Bertrand Russell, de seguro, de hallarse allí, hubiese tomado nota apresuradamente para su Conquista de la felicidad. Es entonces natural que a la mañana siguiente, cuando Berlín se despereza, a éste no le plazca hacer nada más que encogerse en posición fetal bajo el nórdico, presenciando cómo graniza en el exterior, y llamar a Alice con el fin de comentar la jugada.
2 comentarios:
qué rojo es este blog :-)
Rojo como una bandera turca que ondeara en el balcón de un bloque de hormigón en el Berlín oriental.
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