La piedra angular de mi pensamiento es una línea que une a J. M. Dru con Jean Baudrillard. Como al primero —como a cualquier autor moralmente responsable—, me obsesiona el salto creativo. Algo parecido al manido salto de Fosbury del que hablan los publicistas o a lo que Martin Amis cuenta en su guerra contra el cliché sobre Kasparov, quien, delimitando un cordón sanitario con el sectarismo que por entonces caracterizaba el mundo del ajedrez, consiguió aplicar un importante lavado de cara a éste. También yo suscribo, en palabras de Dru, que «cada vez que se cambia el enfoque de una lente o se altera una perspectiva se da un salto cualitativo»; nada más simple para explicar la apertura del horizonte de expectativas del que la Escuela de Constanza hablaba en el terreno de lo literario. De esa idea, de la tendencia a proyectar la realidad siempre desde una lente alternativa, derivo siempre que me es posible a una suerte de desintegración social. Dice Baudrillard: «Al menos estamos viendo en todas partes el surgimiento de una singularidad violenta que es la prueba de que no hay integración. Y esto es, en cierta medida, algo positivo. Porque la integración es lo peor, la muerte. La realidad integral es la muerte. Por ende, allí donde hay desintegración, donde hay ruptura —ruptura de la relación de fuerzas, del encantamiento— y donde surge antagonismo, hay esperanza.» Así es, si la integración es la muerte, la esperanza late con fuerza en el seno de la erótica de la contradicción.
1 comentario:
Hay un gran peso emocional en esta idea que de manera inconsciente muchos de nosotros nos hemos empeñado en llevar a cuestas. Siempre hay que limitar posturas, integrarse lo justo en el entorno que nos rodea y a la vez mantener distancias, todo sea para no caer en la frustración, para no estamparnos con la realidad y desarrollar sin prisa una forma de pensar diferente. Ocurre algo parecido cuando desarrollas una expresión artística y hechas una ojeada a la vertiente cultural de moda.
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