A su regreso de las aulas, y aún sin haberse desquitado del cartapacio infantil, Quincey Losada aprendió (sin mucha delicadeza, eso sí) la técnica del uppercut extralargo combatiendo contra cerdos radioactivos que pendían de sendos ganchos metálicos en un matadero refrigerado.
Ya desde pequeño, Losada siempre tuvo claro que lo suyo era ser un «jodido negro con conciencia de clase; un negro con las pelotas bien puestas». Designio este que le llevaría no solo a seguir los iconos que todo buen hombre de color ha de conocer a fin de ganarse El Cielo de los Negros (donde los ángeles son verdaderamente orondos y cantan tan bien como Barry White —no como James Brown, sino como Barry White—), sino también a abandonar algunos suculentos manjares como la comida tejana a la barbacoa y salsa picante y las hamburguesas K_nt_ck_ Fr__d Ch_ck_n o sus enormes cubos atiborrados de alitas de pollo para deleite de la comunidad latinoamericana asentada en Madrid, en aras, decíamos, de la dieta vegana y el humo de las plantas de marihuana crecidas bajo el respaldo de sus progenitores. Pero quien se rebela de pequeño —y además lo hace de manera inteligente, como Quincey— está condenado a rebelarse durante toda su existencia. Es por esto por lo que nuestro pequeño NGR con conciencia de clase decidió dejar de hacer ascos a todas las tentaciones perfiladas con el objeto de mermar la estamina mental en la figura del boxeador, a saber, chicas, drogas («¡esas nuevas hornadas de negros no dejan de meterse mierda blanca por la nariz, tíiiooo!», se quejaría ante un servidor el viejo Ricard Tres Dientes, entrenador de Quincey) e indisciplina generalizada.
En otras palabras, el boxeador razonó que el mero hecho de haber nacido como un hermano de color más, no podía condenarlo en modo alguno a seguir las pautas de comportamiento de tantos y tantos sujetos negros que lucharon por los derechos de los suyos: precisamente cabría considerar como un signo de igualdad entre quienes disponen de unos y otros genes que también los negros dejen achicharrarse el cerebro, hasta alcanzar la ascética textura de la mismísima gelatina, luego de una larga exposición a cierta cadena gringa de televisión musical. Más aún: «¿Por qué un NGR que de lunes a domingo extiende su manta en los vestíbulos de tantas y tantas estaciones de metro, y allí dispensa desde imitaciones de D_lc_ & G_b_nn_ (por si no lo sabían: la marca negra por excelencia, desde que P. Diddy comenzase a flirtear con J-Lo, tiros al aire mediante) hasta deuvedés y juguetes de cuerda, no iba a poder gastar sus [pingües] beneficios en una indumentaria por la que ningún blanco de clase media en su sano juicio estaría dispuesto a pagar? ¿Eh, eh, eh, qué tienes que decirme ante eso, chico?»
Y así es, damas y caballeros, como Quincey Losada se hizo un hombre; un hombre de bien (algo que luego rebatiremos) con derechos e integrado de lleno en su tiempo. Bravo por Quincey.
Ya desde pequeño, Losada siempre tuvo claro que lo suyo era ser un «jodido negro con conciencia de clase; un negro con las pelotas bien puestas». Designio este que le llevaría no solo a seguir los iconos que todo buen hombre de color ha de conocer a fin de ganarse El Cielo de los Negros (donde los ángeles son verdaderamente orondos y cantan tan bien como Barry White —no como James Brown, sino como Barry White—), sino también a abandonar algunos suculentos manjares como la comida tejana a la barbacoa y salsa picante y las hamburguesas K_nt_ck_ Fr__d Ch_ck_n o sus enormes cubos atiborrados de alitas de pollo para deleite de la comunidad latinoamericana asentada en Madrid, en aras, decíamos, de la dieta vegana y el humo de las plantas de marihuana crecidas bajo el respaldo de sus progenitores. Pero quien se rebela de pequeño —y además lo hace de manera inteligente, como Quincey— está condenado a rebelarse durante toda su existencia. Es por esto por lo que nuestro pequeño NGR con conciencia de clase decidió dejar de hacer ascos a todas las tentaciones perfiladas con el objeto de mermar la estamina mental en la figura del boxeador, a saber, chicas, drogas («¡esas nuevas hornadas de negros no dejan de meterse mierda blanca por la nariz, tíiiooo!», se quejaría ante un servidor el viejo Ricard Tres Dientes, entrenador de Quincey) e indisciplina generalizada.
En otras palabras, el boxeador razonó que el mero hecho de haber nacido como un hermano de color más, no podía condenarlo en modo alguno a seguir las pautas de comportamiento de tantos y tantos sujetos negros que lucharon por los derechos de los suyos: precisamente cabría considerar como un signo de igualdad entre quienes disponen de unos y otros genes que también los negros dejen achicharrarse el cerebro, hasta alcanzar la ascética textura de la mismísima gelatina, luego de una larga exposición a cierta cadena gringa de televisión musical. Más aún: «¿Por qué un NGR que de lunes a domingo extiende su manta en los vestíbulos de tantas y tantas estaciones de metro, y allí dispensa desde imitaciones de D_lc_ & G_b_nn_ (por si no lo sabían: la marca negra por excelencia, desde que P. Diddy comenzase a flirtear con J-Lo, tiros al aire mediante) hasta deuvedés y juguetes de cuerda, no iba a poder gastar sus [pingües] beneficios en una indumentaria por la que ningún blanco de clase media en su sano juicio estaría dispuesto a pagar? ¿Eh, eh, eh, qué tienes que decirme ante eso, chico?»
Y así es, damas y caballeros, como Quincey Losada se hizo un hombre; un hombre de bien (algo que luego rebatiremos) con derechos e integrado de lleno en su tiempo. Bravo por Quincey.
1 comentario:
no se que pasa pero no me deja mandarte sms, caca de movil.
te decia que si te animabas a venir a alcala. a Madrid no bajare de momento porque llevo una semana violentamente desfasada.
alors yo te propongo Complutum city.
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